Las capacidades del país, las necesarias para mantener funcionando sus instituciones y organizaciones al menos en un mínimo nivel de eficiencia, esto es, siquiera en el plano de la medianía, se han deteriorado de modo alarmante.
Dichas organizaciones e instituciones, hoy más complejas y encarando tareas aun más complicadas, no parecen tener personal suficiente dotado de la calidad necesaria ni en sus cuadros ejecutivos ni en los de ejecución, con el resultado de que el grado de eficiencia ha ido descendiendo en los más diversos ámbitos; sucede así desde el diseño de Obras Públicas a la atención hospitalaria, desde la gestión municipal a la educacional; más aun, elementos de corrupción y descomposición moral se han insinuado en todas partes, incluso dentro de las instituciones militares y policiales.
Fuera de eso carecemos de auténtico futuro o desarrollo porque este supone la capacidad de pensar y crear y para lograr eso no disponemos de la masa crítica de inteligencia necesaria para hacerlo posible mediante la investigación tecnológica y científica. Los candidatos a cumplir ese papel, las nuevas generaciones de profesionales de las ciencias duras, no faltan ni en número ni quizás tampoco en calidad, pero se van o se están yendo o ya se fueron. Esa pérdida no se repara ni sustituye con la inflación tumoral de carreras de “ciencias humanas” que atraen talentos medianos o hasta inferiores amantes del facilismo y el cantinfleo, virtudes en ningún caso compensadas por el activismo político y la arrogancia; son áreas académicas a la moda en las que brilla por su ausencia el rigor de las verdaderas capacidades y disciplinas del intelecto. Mientras tanto la “fuga de cerebros”, los cerebros de verdad, fuga de la que se hablaba ya en los años sesenta, se ha convertido en una estampida. Si acaso las universidades han carecido siempre de fondos para financiar la investigación, al menos no carecían de talentos; si las universidades han sido siempre sitios predilectos de la acción política “revolucionaria” o “reformista” y viveros de grupos extremistas al borde del delirio, estos eran básicamente minorías estridentes que podían interferir y obstaculizar la vida universitaria, pero no liquidarla. Hoy ya no es el caso.
No es el caso porque en medio del tsunami ideológico, valórico, político, emocional, generacional y hormonal que ha sumergido al país las universidades ya no son casas de estudios superiores “interferidas” intermitentemente por la acción política, como en el pasado, sino, a la inversa, centros políticos interferidos por ocasionales clases dictadas por atemorizados profesores y atendidas por displicentes alumnos mucho más interesados en seguir empujando su ilusoria revolución, la igualdad de género, la causa mapuche, el aborto a todo pasto, la multiplicación bíblica de las “sensibilidades” y géneros, los derechos de estos y los derechos de aquellos y todo eso, además, imbuido por un espíritu y actitud en el que predomina el verbalismo en santa alianza con la pereza, la indolencia y cierto desparpajo para trasmutar la incapacidad en virtud, las falencias en gracias aplaudibles, la mera ignorancia en postura épica. .
Si el país se compara con un individuo podría decirse que nos encontramos en esa fase de senilidad avanzada en la que el cerebro, encogido, achicado, pierde sus facultades de raciocinio y entra a la segunda infancia, lapso melancólico donde vuelve a imperar el capricho, el arrebato, la añoranza por ideas viejas, las rabietas y los rencores por lo que no fue. Así es como disfrazado de joven el país mentalmente envejece, disfrazada de progresista su actual generación mira hacia los Che y los Fidel y arrogándose superioridad moral se entrega al hedonismo. Toda una demolición.
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