domingo, 24 de mayo de 2020

La liga mayores



A primera vista podría parecer novedoso, hasta pasmoso, ver a los modestos Giorgio Jackson, los MEO, las Vallejo, Kariola, etc, etc rozándose con personajes de las “ligas mayores” del izquierdismo y/o progresismo internacional. Se está viendo mucho.
Comencemos con el huidizo, resbaladizo e inasible MEO, quien se ha convertido, dicen algunos, en una suerte de chambelán y corre-ve-y-dile del Presidente argentino y organizador de facto o siquiera vocero de asambleas reales o virtuales de la “América morena y revolucionaria”.
 Se lo merece porque tiene las calificaciones debidas para eso, a saber, facciones propias de los pueblos originarios, pelo negro aceitoso y en todo sentido la facha de los galanes de tele series mejicanas de los años sesenta; además domina el arte de hablar sin detenerse ni decir nada sustantivo -el síndrome Cantinflas–, no olvida pronunciar la palabra “progresismo” cada tres vocablos, hace ojitos, es relamido y sobretodo sabe dónde está el dinero, el patrocinador de turno, la viuda o empresario deseoso de pagar sus pecados contribuyendo a “la causa”.

Giorgio Jackson ha mostrado también sus talentos. Un ex compañero de ruta ha señalado ya su destacable proclividad para la marrullería. Sin duda este personaje, uno de los no pocos candidatos a salvadores de la política y la ética que llegó al poder a lomos de la ola estudiantil, es un mentiroso por omisión y comisión, auto-donante de fondos públicos y predicador de púlpito a tiempo completo. En su nuevo fashion de cabeza calva y anteojos de grueso carey manifiesta hoy en día la pinta académica que hace falta para superar su pasado escolar y rozarse ocasionalmente con entidades mayores pero en estado de franca obsolescencia, con personajes como Chomsky, intelectual neoyorquino que alguna vez aportó algo en el campo de la semiología pero que hoy, 50 ó 60 años más tarde, está ya en esa etapa crepuscular en la que predomina el chocheo y un patético afán por reverdecer laureles sobre la base de rozarse con gente de mediano o poco calibre pero jóvenes; a estos nuevos feligreses antes no les habría permitido ni servirle el café, pero hoy son más aceptables porque los tiempos no están para tantas exigencias y en una de esas acierta un pleno y se le contagian las hormonas de la adolescencia. Chomksky, en su calidad de izquierdista terminal, de anciano y fallido profeta que lleva décadas pronosticando el derrumbe del sistema capìtalista la próxima semana, posee todavía un raspado de prestigio del cual se puede hacer buen uso. De ahí estas extrañas aunque transitorias cópulas generacionales que son un negocio de mutua conveniencia: por un lado el joven aparece junto a un nombre conocido que todavía suena a cosa importante y por el otro el veterano aparece como figura aun vigente y relevante, al día, en sintonía con los tiempos.

Andrés Manuel López Obrador, “AMLO”, el presidente mejicano, es también de la partida. Portador de turno de la vieja antorcha revolucionaria mejicana, esta, aunque ya extinguida hace mucho tiempo, le sirve como sirvió a quienes lo precedieron para pretender que aun ilumina las anchas alamedas de la historia. En la turbia historia de la política mejicana López Obrador no protagoniza sino otro capitulo del ya vetusto guión y aspira a lo mismo que aquellos, a saber, sacar renta de los ecos épicos de Pancho Villa convenientemente maquillados por los historiadores oficiales y del anti yanquismo genético de esas generaciones. Lamentablemente cada vez que abre la boca mete la pata. Al parecer sus facultades de raciocinio son tal vez algo menores que las propias del de por sí muy mediano standard del subcontinente. No importa: ser parte del elenco progresista de última generación y poder abrazarse con AMLO y en especial poder acogerse a los fondos públicos que controla AMLO no deja de ser atractivo.

Entre los actores de esta ajada obra, la del asambleísmo de izquierda con renovados anuncios del próximo advenimiento, juegan también su parte ex presidentes españoles bastante venidos a menos pero europeos al fin y al cabo, gentes capaces de dar a cualquier reunión el debido aroma a “internacionalismo proletario”. Nuestra gente, nuestros chicos, los salvadores de la patria y donantes ocasionales, saben sacar partido de ellos y ellos de estos. A veces el número y la variedad sirve de reemplazo a la calidad.

No olvidemos a Mujica, el ex presidente uruguayo. Celebrar y manosear a Mujica parece dar dividendos. Se le visita en procesión, se le recibe como al Papa, se le adula como a una niña bonita. Cierto es que dedicó su gestión a perjudicar la economía de Uruguay y su sabiduría de refranero y almanaque consiste sólo en soltar frases de esa guisa desde su gallinero rural, pero están en armonía con los tiempos, son adecuadamente progresistas, suenan a tono con el discurso políticamente correcto y profesan bondad y amor universal por los desposeídos.

¿Qué enjundia, qué sustancia, que valor, qué relevancia, qué significado, qué efectos, qué importancia tienen entonces estas “ligas mayores”? Ninguna. A poco andar se nota su esmirriada naturaleza, su esencial vaciedad: sencillamente se trata de políticos jubilados en busca de pitutos en la hora 25, de viejos gagás que tampoco dieron muchas luces de jóvenes, de fulanos de renombre comunicacional basado en la antigüedad funcionaria, de repetidores de fórmulas, de ídolos de los majaretas de los medios y rock stars de pacotilla buenos para incitar la adoración de calcetineras políticas. Nada hay por lo tanto “de novedoso y hasta pasmoso de ver a los modestos Giorgio Jackson, los MEO, las Vallejo, Kariola, etc, etc rozándose con estos personajes”. Son tal para cual, las parejas perfectas, dos caras de la misma moneda, de la misma necedad solemne y arrogante.

miércoles, 6 de mayo de 2020

La Revolución de los Tarados



Hace mucho tiempo -tal pareciera que hubieran transcurrido enteras etapas históricas, eones, eras geológicas-, cuando recién se iniciaba el “proceso revolucionario” con el protagonismo, como es habitual, de escolares y adolescentes recién ingresados a la universidad, esto es, el perenne contingente de niñitos extasiados por la oportunidad de mostrarse, hacerse notar, cobrar identidad, sentirse importantes y “aparecer en las fotos”, un columnista ocasional con el que comparto nombre y primer apellido perpetró una columna que tituló como hemos titulado esta, “la revolución de los tarados”.
Así fue, crudamente, como caracterizó a los llamados “pinguinos” que por entonces, alentados, promovidos, celebrados y amados por la prensa -otro contingente de quizás el mismo talante mental– se desplazaban por calles y avenidas exigiendo “educación gratuita y de calidad”.

Han pasado años de eso. El espectáculo que nos brindaron, los motes que repetían, las demandas que hacían, las pretensiones que desplegaban, la fanfarronería y arrogancia que mostraban a la par con una ignorancia supina, la incoherencia entre su presunto deseo de una mejor educación y su pereza infinita, todo eso y más parece ahora película vieja y mala o en el mejor de los casos una estudiantina como las que se celebraban, pero sólo durante un día y con menos estruendo y daño, en los años treinta. Desde entonces al presente los con más suerte se convirtieron en diputados, en dirigentes políticos o en calentadores de sillas en reparticiones del fisco mientras los con menos contactos, no tan buena presencia y aun más limitados intelectualmente que los primeros se trasformaron en perpetuos repitentes, cesantes a tiempo completo, parásitos de sus familias, militantes de tribus urbanas demenciales, conscriptos del PC, seguidores del FPMR, soldados de la CAM o en los energúmenos de la “primera línea”.

De si esa generación estaba o no constituida por un porcentaje superior de tarados a lo que es normal en toda cohorte demográfica es cosa que dejaremos que diriman los expertos; nuestro juicio de simple amateur y ciudadano con una experiencia de 71 años de vida es que no eran ni son más o menos inteligentes que otras cohortes, pero les tocó nacer, criarse y asomarse a la vida pública en un período histórico muy particular aunque clásico en el desenvolvimiento de todas sociedad, a saber, el de la generación que surge cuando antiguos conflictos han sido superados, reina cierta prosperidad o al menos paz, no hay grandes causas a los que sumarse, se aburren mortalmente -“Francia se aburría” dice el historiador Michelet refiriéndose a un período parecido– y están entonces listos, disponibles, receptivos para quien sea -el profe del colegio, el de la universidad, el tío abuelo con algunas letras, etc– les suministre una ideología que re encienda su interés, les ofrezca algo que hacer, legitime y canalice sus frustraciones y los haga respirar a pleno pulmón.

Pero eso, repetimos, no es nuevo. Los “millenials” y sus antecesores inmediatos no son más imbéciles que sus padres o abuelos. Son tan mediocres y limitados como aquellos. No los superan en ignorancia y falta de tino. No ha habido, por lo tanto, una “revolución de los tarados”. Ha sido o lo será si se materializa igual a todas las demás, un indescriptible revoltijo de ideas plausibles y absurdas, de buenas intenciones y oportunismos, de metas alcanzables y otras delirantes, de sentimientos retóricos humanitarios y odios particulares y muy reales, de violencia y desorden, de estropicio y locura. Prueba de ello es la conducta, resaltada por el columnista Carlos Peña, de todos aquellos -¡adultos!– que funcan como alcaldes y/o dirigentes de diversos pelajes en su conducta relativa a la pandemia y frente al ministro Mañalich, quien ha cumplido con eficacia infinitamente superior a la que pudiéramos haber esperado de una comisión especial si acaso esta plaga se hubiera desatado durante el camerino Bachelet. Toquemos maderas tres veces para que jamás ocurra una emergencia durante gobiernos “progresistas”.

Señala Peña con razón en su columna que súbitamente esta gente, casi toda e incapaz de resolver un problema de regla de tres simple, se convirtieron en epidemiólogos, genetistas, laboratoristas, investigadores y expertos en salud pública y se consideran preparados para alternativamente exigir cuarentena a unos y negársela a otros, denunciar supuestas muertes ocultas, criticar medidas sin dar opciones -¿de dónde y cómo podrían?– y en todos los sentidos inmiscuirse en las políticas sanitarias que habrían de seguirse sin el más mínimo respecto por la ciencia y acompañado de un excesivo y obsesivo deseo de halagar a sus potenciales electores, sumarse a los clichés predominantes y ser invitado a la mayor cantidad de programas de televisión y radio que sea posible, seguros como están de que en esos medios encontrarán apoyo en gentes tan ignorantes y ansiosas de halagar al público como ellos.

No ha habido entonces una “revolución de los tarados”; lo que hemos tenido y observamos en pleno desarrollo es la consabida alternancia en el poder de los mediocres y sus regímenes mediocres por los necios y sus intentos de regímenes necios. Es la cruz que carga desde tiempos inmemoriales la parte de la humanidad pensante.

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