Hace mucho tiempo -tal pareciera que hubieran transcurrido enteras etapas históricas, eones, eras geológicas-, cuando recién se iniciaba el “proceso revolucionario” con el protagonismo, como es habitual, de escolares y adolescentes recién ingresados a la universidad, esto es, el perenne contingente de niñitos extasiados por la oportunidad de mostrarse, hacerse notar, cobrar identidad, sentirse importantes y “aparecer en las fotos”, un columnista ocasional con el que comparto nombre y primer apellido perpetró una columna que tituló como hemos titulado esta, “la revolución de los tarados”.
Así fue, crudamente, como caracterizó a los llamados “pinguinos” que por entonces, alentados, promovidos, celebrados y amados por la prensa -otro contingente de quizás el mismo talante mental– se desplazaban por calles y avenidas exigiendo “educación gratuita y de calidad”.
Han pasado años de eso. El espectáculo que nos brindaron, los motes que repetían, las demandas que hacían, las pretensiones que desplegaban, la fanfarronería y arrogancia que mostraban a la par con una ignorancia supina, la incoherencia entre su presunto deseo de una mejor educación y su pereza infinita, todo eso y más parece ahora película vieja y mala o en el mejor de los casos una estudiantina como las que se celebraban, pero sólo durante un día y con menos estruendo y daño, en los años treinta. Desde entonces al presente los con más suerte se convirtieron en diputados, en dirigentes políticos o en calentadores de sillas en reparticiones del fisco mientras los con menos contactos, no tan buena presencia y aun más limitados intelectualmente que los primeros se trasformaron en perpetuos repitentes, cesantes a tiempo completo, parásitos de sus familias, militantes de tribus urbanas demenciales, conscriptos del PC, seguidores del FPMR, soldados de la CAM o en los energúmenos de la “primera línea”.
De si esa generación estaba o no constituida por un porcentaje superior de tarados a lo que es normal en toda cohorte demográfica es cosa que dejaremos que diriman los expertos; nuestro juicio de simple amateur y ciudadano con una experiencia de 71 años de vida es que no eran ni son más o menos inteligentes que otras cohortes, pero les tocó nacer, criarse y asomarse a la vida pública en un período histórico muy particular aunque clásico en el desenvolvimiento de todas sociedad, a saber, el de la generación que surge cuando antiguos conflictos han sido superados, reina cierta prosperidad o al menos paz, no hay grandes causas a los que sumarse, se aburren mortalmente -“Francia se aburría” dice el historiador Michelet refiriéndose a un período parecido– y están entonces listos, disponibles, receptivos para quien sea -el profe del colegio, el de la universidad, el tío abuelo con algunas letras, etc– les suministre una ideología que re encienda su interés, les ofrezca algo que hacer, legitime y canalice sus frustraciones y los haga respirar a pleno pulmón.
Pero eso, repetimos, no es nuevo. Los “millenials” y sus antecesores inmediatos no son más imbéciles que sus padres o abuelos. Son tan mediocres y limitados como aquellos. No los superan en ignorancia y falta de tino. No ha habido, por lo tanto, una “revolución de los tarados”. Ha sido o lo será si se materializa igual a todas las demás, un indescriptible revoltijo de ideas plausibles y absurdas, de buenas intenciones y oportunismos, de metas alcanzables y otras delirantes, de sentimientos retóricos humanitarios y odios particulares y muy reales, de violencia y desorden, de estropicio y locura. Prueba de ello es la conducta, resaltada por el columnista Carlos Peña, de todos aquellos -¡adultos!– que funcan como alcaldes y/o dirigentes de diversos pelajes en su conducta relativa a la pandemia y frente al ministro Mañalich, quien ha cumplido con eficacia infinitamente superior a la que pudiéramos haber esperado de una comisión especial si acaso esta plaga se hubiera desatado durante el camerino Bachelet. Toquemos maderas tres veces para que jamás ocurra una emergencia durante gobiernos “progresistas”.
Señala Peña con razón en su columna que súbitamente esta gente, casi toda e incapaz de resolver un problema de regla de tres simple, se convirtieron en epidemiólogos, genetistas, laboratoristas, investigadores y expertos en salud pública y se consideran preparados para alternativamente exigir cuarentena a unos y negársela a otros, denunciar supuestas muertes ocultas, criticar medidas sin dar opciones -¿de dónde y cómo podrían?– y en todos los sentidos inmiscuirse en las políticas sanitarias que habrían de seguirse sin el más mínimo respecto por la ciencia y acompañado de un excesivo y obsesivo deseo de halagar a sus potenciales electores, sumarse a los clichés predominantes y ser invitado a la mayor cantidad de programas de televisión y radio que sea posible, seguros como están de que en esos medios encontrarán apoyo en gentes tan ignorantes y ansiosas de halagar al público como ellos.
No ha habido entonces una “revolución de los tarados”; lo que hemos tenido y observamos en pleno desarrollo es la consabida alternancia en el poder de los mediocres y sus regímenes mediocres por los necios y sus intentos de regímenes necios. Es la cruz que carga desde tiempos inmemoriales la parte de la humanidad pensante.
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