martes, 19 de febrero de 2019

Benjamín Miranda

Benjamín Miranda ex estudiante de  Periodismo en La Universidad Diego Portales trabaja en The Clinic 

martes, 12 de febrero de 2019

Políticas de Identidad

Entre los innumerables idiotismos, dogmas, clichés, proclamas y axiomas que repletan el devocionario progresista -la ideología universal del momento, válida y hegemónica en casi todos los rincones del planeta- hay uno particularmente peligroso y particularmente vociferante que ha encontrado su tierra prometida en los Estados Unidos, aunque también hay vistosos trazos de ella en nuestro país, como lo expresa contundentemente el evangelio de los “pueblos originarios” y las fantasías nacionalistas de la CAM. Es la llamada “política de identidad”. 

Con “política de identidad” se refieren, sus predicadores, a una que esté apoyada y encuentre su razón de ser en una adherencia y lealtad total al origen étnico, racial, de clase, de color, de cultura, de lenguaje, de género, de preferencia sexual etc etc de los participantes. Es una política que debe hacerse, sostienen sus ideólogos, a base de “asumir” esas condiciones o rasgos de la persona como equivalentes a una “identidad”, esto es, a su entera personalidad. Deben dejar de ser simples rasgos y transformarse en los rasgos del SER. De acuerdo a esa mirada quien tiene tatarabuelos de la tribu de los Dakotas o los Mohicanos tiene que hacer una política dakota o mohicana o a lo menos nativista, los homosexuales profesar una que se asocie estrechamente con los intereses de dicha sensibilidad en tanto que tal, tiene que existir también una política negra, otra hispana o asiática o salvadoreña o inmigrante, una de los ancianos y otra de los millenials, del genero masculino o femenino, de los white supremacists o de los seguidores de Manson, una para y de los baby boomers y otra de y para los motociclistas. Y así ad infinitum. 

Esa mirada tribal es la receta perfecta no para una política, sino para poner fin a la política. Ya lo explicó y estableció convincentemente Thomas Hobbes en “Leviathan”; los Estados, esto es  la política, se origina del trato celebrado entre los seres humanos para imponerse una ley común que los proteja del arbitrio y poder de cada uno en tanto que individuos, situación esta última equivalente a la guerra de todos contra todos. En esa ley común se disuelven las diferencias de intereses o a lo menos pasan a un segundo plano y se relativizan en el absoluto de la LEY. Al contrario, las políticas basadas en un ostentoso y estridente blandir de las peculiaridades especificas -puestas en un altar e hinchadas como un tumor maligno repleto de presunción y chovinismo particularista– no hacen sino conducir al conflicto, de hecho suponen el conflicto perpetuo. En efecto, en todos los casos insistir fanáticamente en los derechos de tal o cual grupo equivale complementaria  y necesariamente a negar o minimizar los derechos de quien no pertenece al pueblo elegido. De ahí que insistir en los derechos del indígena originario entraña la destrucción de los derechos de quienes llegaron después, así como el derecho “al uso de nuestro propio cuerpo como queramos”, según sostienen algunas feministas, equivale a negar el derecho a la existencia incluso, como ahora en un Estado de los Estados Unidos, a un bebé ya nacido. 

La política de las identidades conduce al conflicto y eventualmente a la guerra. No sucedió otra cosa con los movimientos nacionalistas del siglo XIX. No sucedió otra cosa con la feroz y casi interminable guerra civil en Irlanda. No sucedió algo distinto en los Balcanes, cuando se  disolvió Yugoslavia. 

La política de verdad, la civilizada, supone poner en segundo plano los particularismos para crear un área común de entendimiento, mientras en cambio la presunta política de las identidades supone vencer y aplastar a otros para imponer la política “correcta” del propio grupo o “identidad”. No puede haber una política mapuche, otra pascuense, otra huinca: eso supone la política de la guerra de todos contra todos para imponer el dominio del vencedor o como mínimo producir la escisión, la secesión, el fraccionalismo tribal. La política es la política de chilenos de origen mapuche, pascuense o huinca erigiendo la casa común donde las particularidades son respetadas, pero los intereses comunes son los fomentados. 

Conde Jan Nepomucen Potocki de Piława

Retrato de Jan Potocki, por Alexander G. Warneck.

(Pików, 8 de marzo de 1761 - Uladowka, 2 de diciembre de 1815) fue un noble, científico, historiador y novelista polaco, capitán de zapadores del Ejército Polaco, célebre por su novela El manuscrito encontrado en Zaragoza.
De familia aristocrática, recibió una sólida educación clásica en Ginebra, Lausana y París, siendo ingeniero militar en Austria y Hungría. Erudito, viajero, etnólogo, arqueólogo e historiador, está considerado uno de los fundadores de la arqueología eslava. Su dominio de varios idiomas, polaco, ruso, francés, alemán, italiano, árabe, además de latín y griego clásicos, lo llevó a ejercer una de sus aficiones predilectas, viajar.

Biografía  

Escritor polaco, de origen noble, también conocido como el conde Potocki. Nació en el castillo de Pikow en Polonia, en la región de Podolia. A los 12 años marchó a Suiza, donde continuó sus estudios primero en Lausana y después en Ginebra. A su regreso a Polonia ingresó en la carrera militar, abandonada poco después para dedicarse a sus dos pasiones, los viajes y el estudio. Adquirió un conocimiento enciclopédico, y dominó casi todas las lenguas modernas, a la vez que se contagió del espíritu progresista que dominaba en la corte polaca.
Su primer viaje lo llevó a Turquía y Egipto, y más tarde a Marruecos, España, Holanda, Baja Sajonia, el Cáucaso y Mongolia.
Precursor del espíritu romántico que reinaría cincuenta años después, Potocki viajó al sur de Europa, visitó Italia, Sicilia y Malta, desde donde pasó a Túnez en 1779 como invitado del príncipe Alí-Bey y desde allí marchó a España. En España visitó Sevilla, Granada, Córdoba, Sierra Morena y Madrid, donde parece que conoció el estudio de Goya.
En 1781 inició un segundo viaje por Turquía, Grecia, Egipto, Albania y Montenegro y regresó en 1784 a Polonia. Se casó en 1785 con Julia Lumbmirska, con la que tuvo dos hijos. Fue invitado a París por su suegra, donde frecuentó círculos próximos al enciclopedismo de Diderot, a los ocultistas seguidores de Swedenbor y a los Rosa-Cruz. Viajó a Holanda, y allí fue testigo presencial de la insurrección popular contra el ejército prusiano.
Regresó a Polonia para participar como diputado de la Dieta a principios de 1788; desde su escaño propugnó la revolución desde arriba: la abolición de la esclavitud, la participación del tercer estado en las tareas de gobierno y el abandono del militarismo prusiano. Tachado de jacobino y vigilado por la policía, instaló en su palacio una imprenta clandestina en la que realizó panfletos revolucionarios. En junio de 1791 viajó a Marruecos, donde el caíd de Tetuán le recibió con grandes honores. Posteriormente viajó a Rabat como invitado del emperador Muley Yésid, y después a Larache, Arcila y Tánger. Durante su permanencia en Marruecos, España declaró la guerra a Marruecos, y Potocki decidió regresar a Cádiz para después visitar Coimbra, Cintra y Madrid. Regresó, finalmente a Varsovia, no sin antes participar en una sesión de la Asamblea Nacional Revolucionaria en París.
Tras la muerte de su esposa de tisis en 1794, dejó a sus hijos a cargo de su suegra y se dedicó, de nuevo, a viajar y estudiar.
En 1799 contrajo matrimonio con su prima Constance Potocka, con la que en 1801 tuvo un único hijo, Bernard. En los años siguientes se dedicó al estudio y a la realización de numerosas obras sobre etnología, historia, geografía y viajes. En 1804 en San Petersburgo publicó la primera parte de su extraordinaria novela El manuscrito encontrado en Zaragoza. Allí trabajó como alto funcionario de la Dirección de Asuntos Asiáticos.
En 1805 el zar Alejandro I le envió en misión diplomática a China, compuesta por más de 250 personas, y mandada por el conde Golovkine. Por deseo del zar, Potocki viajó con él como jefe de la misión científica adjunta. Al regreso de esta misión, el zar le nombró su consejero personal, cargo que ostentó hasta 1812 cuando los polacos se alzaron en masa contra el imperio ruso. Por esta razón, Potocki solicitó permiso del zar para retirarse a sus posesiones en Podolia, donde, desengañado de la vida pública, se consagró al estudio y al trabajo.
En 1815, después de la batalla de Waterloo, y perdidas todas las esperanzas de los polacos de tener una Polonia independiente, vivió sus últimos días aquejado de fiebres y con una fuerte depresión. Se suicidó en su biblioteca de un tiro en la sien con una bala de plata que el mismo fabricó.

Obras.

Originalmente las obras de Potocki están escritas en francés.

Parades y Cassandre démocrate, 1792; Les Bohémiens d'Andalousie, 1794; Éssai sur l'Historie Universelle; Recherches sur la Sarmatie, 1788; Voyage en Turquie et en Egypte, 1788; Voyage dans quelques parties de la Basse-Saxe pour la des antiquités slaves ou vendes, 1801; Fragments historiques et géographiques sur la Scythie, la Sarmartie et les Slaves, 1801; Historie primitive des Peuples de la Russie, 1802; Voyage dans les Steppes d'Astrakhan et du Caucase, 1802. Manuscrit trouvé a Saragossa, 1804.

El Manucrito encontrado en Zaragoza (Alianza Editorial, Madrid) es una novela fantástica; publicada su primera parte en San Petersburgo en 1804, fue escrita en francés y es su obra mas conocida; en ella un supuesto soldado del ejército de Napoleón, en el sitio de la capital aragonesa, encuentra un manuscrito en el que se habla de bandidos, almas en pena y adictos a la cábala.
La primera edición de 1804 fue muy limitada. La segunda, con el título de Avadoro, historie espagnole, se publicó en París en 1813, con una extensión de cerca de mil páginas.

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