martes, 12 de febrero de 2019

Políticas de Identidad

Entre los innumerables idiotismos, dogmas, clichés, proclamas y axiomas que repletan el devocionario progresista -la ideología universal del momento, válida y hegemónica en casi todos los rincones del planeta- hay uno particularmente peligroso y particularmente vociferante que ha encontrado su tierra prometida en los Estados Unidos, aunque también hay vistosos trazos de ella en nuestro país, como lo expresa contundentemente el evangelio de los “pueblos originarios” y las fantasías nacionalistas de la CAM. Es la llamada “política de identidad”. 

Con “política de identidad” se refieren, sus predicadores, a una que esté apoyada y encuentre su razón de ser en una adherencia y lealtad total al origen étnico, racial, de clase, de color, de cultura, de lenguaje, de género, de preferencia sexual etc etc de los participantes. Es una política que debe hacerse, sostienen sus ideólogos, a base de “asumir” esas condiciones o rasgos de la persona como equivalentes a una “identidad”, esto es, a su entera personalidad. Deben dejar de ser simples rasgos y transformarse en los rasgos del SER. De acuerdo a esa mirada quien tiene tatarabuelos de la tribu de los Dakotas o los Mohicanos tiene que hacer una política dakota o mohicana o a lo menos nativista, los homosexuales profesar una que se asocie estrechamente con los intereses de dicha sensibilidad en tanto que tal, tiene que existir también una política negra, otra hispana o asiática o salvadoreña o inmigrante, una de los ancianos y otra de los millenials, del genero masculino o femenino, de los white supremacists o de los seguidores de Manson, una para y de los baby boomers y otra de y para los motociclistas. Y así ad infinitum. 

Esa mirada tribal es la receta perfecta no para una política, sino para poner fin a la política. Ya lo explicó y estableció convincentemente Thomas Hobbes en “Leviathan”; los Estados, esto es  la política, se origina del trato celebrado entre los seres humanos para imponerse una ley común que los proteja del arbitrio y poder de cada uno en tanto que individuos, situación esta última equivalente a la guerra de todos contra todos. En esa ley común se disuelven las diferencias de intereses o a lo menos pasan a un segundo plano y se relativizan en el absoluto de la LEY. Al contrario, las políticas basadas en un ostentoso y estridente blandir de las peculiaridades especificas -puestas en un altar e hinchadas como un tumor maligno repleto de presunción y chovinismo particularista– no hacen sino conducir al conflicto, de hecho suponen el conflicto perpetuo. En efecto, en todos los casos insistir fanáticamente en los derechos de tal o cual grupo equivale complementaria  y necesariamente a negar o minimizar los derechos de quien no pertenece al pueblo elegido. De ahí que insistir en los derechos del indígena originario entraña la destrucción de los derechos de quienes llegaron después, así como el derecho “al uso de nuestro propio cuerpo como queramos”, según sostienen algunas feministas, equivale a negar el derecho a la existencia incluso, como ahora en un Estado de los Estados Unidos, a un bebé ya nacido. 

La política de las identidades conduce al conflicto y eventualmente a la guerra. No sucedió otra cosa con los movimientos nacionalistas del siglo XIX. No sucedió otra cosa con la feroz y casi interminable guerra civil en Irlanda. No sucedió algo distinto en los Balcanes, cuando se  disolvió Yugoslavia. 

La política de verdad, la civilizada, supone poner en segundo plano los particularismos para crear un área común de entendimiento, mientras en cambio la presunta política de las identidades supone vencer y aplastar a otros para imponer la política “correcta” del propio grupo o “identidad”. No puede haber una política mapuche, otra pascuense, otra huinca: eso supone la política de la guerra de todos contra todos para imponer el dominio del vencedor o como mínimo producir la escisión, la secesión, el fraccionalismo tribal. La política es la política de chilenos de origen mapuche, pascuense o huinca erigiendo la casa común donde las particularidades son respetadas, pero los intereses comunes son los fomentados. 

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