miércoles, 22 de enero de 2020

Avivando la cueca

Se hace difícil, casi imposible, encontrar el adjetivo que haga justicia a la conducta de
quienes, en los medios de comunicación escritos y audiovisuales, se han dedicado con
 esmero a avivar la cueca del zafarrancho.

Fernando Villegas - Noviembre 24, 20191

A sacralizar como santones a delincuentes comunes por el sólo hecho de haber muerto a manos de la policía, a distorsionar y poner de cabezas el significado de todo lo que ha pasado, a mantener en circulación como si fuese cosa archiprobada la tesis de la “protesta social”, a repetir con persistencia acéfala frases cliché como “las demandas sociales” y a no referirse -o sólo muy a la pasada- al fenómeno masivo, organizado y orquestado de los saqueos, incendios, ataques a cuarteles militares y amenazas en las redes sociales o a describirlos con increíble hipocresía y estupidez como “disturbios” supuestamente asociados a las “demandas ciudadanas”.
¿Son entonces los saqueadores e incendiarios “ciudadanos manifestando sus demandas”? ¿Los energúmenos que se deleitan frente a las cámaras destruyendo propiedad pública y privada constituyen “el pueblo” haciendo ver su insatisfacción con el artículo enésimo de la Constitución? ¿Los milicianos nacionales y extranjeros que quemaron estaciones del metro e incendiaron cientos de negocios es parte de la “clase media a la que se le rompió el elástico? ¿Cómo es que los señores periodistas no ven de qué trata en realidad el asunto?

¿Cómo? La respuesta a eso es sencilla: en esa profesión abunda la ignorancia, el descriterio, el oportunismo y la inclinación a posturas genuflexas frente a los “progresistas, aunque esa respuesta hace surgir otra pregunta: ¿por qué razón es así, por qué en dicho medio laboral hay tal abundancia de todo eso, tanta ignorancia, tal descriterio, tanto oportunismo e inclinación a posturas genuflexas frente a los “progresistas”? Tal vez sea, podría contestarse, porque los profesionales de esta clase practican un oficio que no requiere y nunca ha requerido condiciones intelectuales siquiera medianamente exigentes y por tanto cualquier simplón puede practicarla. Y en efecto, siendo como notoriamente es un ejercicio laboral carente de rigores académicos ni disciplinas dignas de ese nombre, hace propicia la ocasión para que pululen los mediocres. Por ese motivo en dicho medio laboral sobran los analfabetos por desuso, los balbuceantes, los ignorantes en idiomas, ciencias, artes, historia, economía y hasta gramática elemental y por eso y sólo por casualidad se encuentra a alguien que sepa usar la regla de tres simple y/o escribir “Pico” en la pared.
Pero amen de esa inopia intelectual por default, la cual se hace manifiesta luego de la primera palabra que pronuncien o escriban, hay también otro par de factores operando a todo vapor: el miedo y la rastrera astucia del oportunismo.
El miedo se refleja a cada paso en el lenguaje que usan – normalmente mal usan– con el obvio propósito de no malquistarse con los activistas de la revolución. Es un miedo no sólo personal, de los periodistas, sino también institucional, de los medios en que trabajan. Y así entonces a un saqueo masivo lo convierten en “disturbios”, a una concentración de 5 ó 50 mil tipos la transforman en una “protesta ciudadana”, el vandalismo sería expresión de la “rabia popular”,  la gritadera de una marcha se convierte en “expresión de demandas sociales”, etc. La razón: asegurarse de no aparecer usando un lenguaje que pueda ser motivo de ataques de las vanguardias del pueblo, no convertirse en blanco, no pasar de la lista de los “compañeros de ruta” a la de los “fachos”.
Al miedo lo acompaña el oportunismo: no es sólo cosa de evadir peligros, sino de ganar puntos de rating que, a la pasada, refuerzan la póliza de seguro. ¡Es además tan fácil! ¿Hay algo más sencillo que repetir como loro las consignas que están de moda, los clichés del minuto, la clase de palabras y narrativas del discurso políticamente correcto? Basta eso y se gana el aplaudo, la palmada amistosa, la sonrisa. ¡Bienvenidos compañeros a la Revolución!

Con la ignorancia y la estupidez pasa, además, algo terrible: se radicalizan. Se parte hablando y comentando al tuntún -aunque en armonía con el decir callejero en vigencia– con cierta vaga conciencia que tal se está haciendo y se termina de lleno en el territorio de la imbecilidad sin darse cuenta que están en él.  La estupidez es como la moda, algo al mismo tiempo fácil  de seguir y obligatorio de seguir. Es, además, una condición tan abundante que ofrece a sus practicones el consuelo y hasta alegría de la comunión espiritual, el estar con la mayoría, el calor de las muchedumbres, la seguridad del anonimato.

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