domingo, 28 de abril de 2019

De Profetas y Sacerdotes


“¿Cómo olvidar a Fernando Villegas, quien, sin mediar acusaciones concretas ni evidencias, fue crucificado en la plaza pública y suspendido de todo en menos de un día por un reportaje periodístico…?”

Lo dice un columnista de La Tercera, Cristián Valenzuela, quien casualmente ejerce en uno de los medios que me suspendieron “en menos de un día” y sin la menor indemnización pese a mis 25 años de continuo y leal trabajo y boleteo. En todo caso no fue sino una mención al paso para efectos comparativos porque el protagonista de la columna no soy yo sino el señor Baradit, recientemente caído en desgracia para gran parte del mismo público que en un pasado reciente, llevado por esos entusiasmos que incendian la pradera de la emoción y el halago por razones a menudo incomprensibles, lo encaramaron a un elevado pedestal. 
Otros sectores del país como mínimo lo miraban con respeto o siquiera con indiferencia, pero también, llegado el momento, se sumaron a la horda linchadora. En estos tiempos nada es más divertido y regocijante que linchar a alguien. Ahora le tocó a Baradit, quien alcanzó notoriedad merced a una sucesión de libros cuyo propósito es revelar una “historia secreta” que era desconocida, pero hoy ya exhumada merced a las facultades telepáticas del autor. 

No me sumaré a esa horda. No lo haré pese a que una vez el señor Baradit perpetró un absurdo e insultante comentario respecto a mí, más bien una grave y gratuita acusación, la de que yo lo “plagiaba” porque mi último libro publicado por Planeta -otra empresa que me dejó caer en un día o quizás una semana– se titulaba “Chile, una Historia Casi Secreta”, de contenido, propósito, estilo y tono 1000% distinto a lo de Baradit, quien parece que se consideraba y quizás aun se considera concesionario vitalicio de la palabra “secreto”. Tampoco me sumaré a la horda porque crea deficiente su trabajo. ¿Cómo podría? No he leído ni siquiera las solapas de su profusa obra histórica, aunque asumo debe ser atractiva y original o no hubiera concitado tanta atención e interés de parte del público, al cual, hace unos años, vi alineado en interminables colas -en la Feria del Libro- para que les firmara un ejemplar que algunos quizás jamás abrirían. 
Tampoco conozco los detalles del porqué se le lincha. Sólo sé que se le reprochan estentóreamente cosas que dijo hace años, actitudes o posturas que habría tenido en el pasado. Y Valenzuela le reprocha, además, el modo como respondió ante esa reacciòn popular. Por eso y todo lo demás el columnista lo retrata como un “profeta caído” sin otro apoyo que las mesnadas progresistas que ahora lo defienden de los fascistas pobres.

Los Seguidores

Son estos últimos, los defensores a ultranza, los que me interesan en mi calidad de historiador aficionado o siquiera de aficionado a la historia.  Baradit, simple individuo, sólo protagoniza y es víctima de un desagradable episodio biográfico, pero no histórico. Sencillamente en lo que a él respecta  se le puede y se le debe compadecer. Sé muy bien qué entraña caer en manos de una masa enardecida casi siempre por las razones más irrelevantes, o, como en este caso y como está de moda, surgidas de escudriñar maliciosamente el pasado de cada quien con el afán de crucificarlo como si nadie tuviera derecho a no haber sido perfecto de acuerdo al estándar de hoy, como si debiéramos pagar ahora y para siempre por palabras, actos o situaciones remotas y olvidables y que a nadie debieran importar. ¡Ah, pero hoy importan! 
Desenterrar viejos y podridos esqueletos, aun los de mínimo tamaño e irrelevantes hasta en su tiempo, es un pretexto muy útil para azotar al prójimo y de ese modo evacuar las rabias que pululan en el corazón del respetable público; con anacronismos repletos de mala leche ese monstruo de mil cabezas iracundas, aglomeración indistinta y nada de fiar, se puede dar el gusto de “legítimamente” pisotear a los Baradit de este mundo, a quien sea manifieste talento y tenga una obra a sus espaldas, alguna distinción, inteligencia y saber. 

En cuanto a los defensores que alguna vez hicieron de Baradit, según dice Valenzuela, un profeta hoy caído, se requiere otra mirada. En este caso no vale ni la compasión ni la comprensión; aquí vale cierta incredulidad porque de seguro esos defensores no sufren el malestar que sufre Baradit, sino al contrario, disfrutan el goce de sentirse muy superiores a esa muchedumbre que castiga al historiador; deben imaginarse más cultos e inteligentes que los “robots de las redes sociales”; deben alabarse incluso de poseer un  corazón perdonador porque ellos, sofisticados como son, no reprochan los viejos y presuntos pecados de Baradit, sino los relativizan. Al menos lo hacen con él, sólo con él, porque después de todo lo consideran uno de los suyos. ¿No era acaso el profeta? ¿No dijo lo que al fin debía decirse de las élites chilenas que hicieron de nuestra historia un inacabable catálogo de miserias, iniquidades, torpezas y canalladas?   

Pero, por lo mismo, debo en este punto diferir de Valenzuela; Baradit no es sencillamente un profeta caído, el mesías histórico de toda esa gente tan progresista y al día, sino es el Sumo Sacerdote le guste o no al propio Baradit. Ha sido ungido como el Pope de una Iglesia, como administrador de  una doctrina, como autor de un dogma, como el escribano de un estatuto ideológico e histórico. 
En breve, digamos que a esa masa defensora y seguidora le importa un comino lo que experimente Baradit ni tampoco cual sea la Verdad tanto en el caso de la historia de Chile como en el caso de la biografía del autor; lo que le importa es usarlo para continuar sosteniéndose en su arrogante pretensión de ser las encarnaciones aquí en la Tierra y quizás también en el Cielo de lo que es justo, debido, bueno y necesario. Por eso defienden a Baradit. Al hacerlo se defienden y justifican a sí mismos. Pretenden eternizarse en su presunto rol de iluminados y vanguardias. Que etiquetar, encuadrar, inmovilizar y embalsamar a Baradit no sea de ningún provecho para él ni como persona ni como flamante historiador sino sólo para ellos, ahora supuestamente protegidos por un dogma de Fe histórico, les importa muy poco. 
Es, esa comunidad protectora, una entidad congelada en postura que es una impostura. Dicho sea de paso, posiblemente el 99% de ellos ni siquiera lo han leído. Sencillamente sirve a sus hiper hinchados egos, sirve a esas patotas de comunicadores semi analfabetos que comulgan con el Credo debido. Sirve a los “justicieros” que con el ceño fruncido azotan a los mercaderes del templo. Sirve a una manga de solapados hipócritas.

sábado, 13 de abril de 2019

La segunda infancia de políticos chilenos.-a


Llámase “segunda infancia” al avanzado estado de senilidad y/o deterioro mental que experimenta un sujeto que, de tanto degradar en sus facultades, literalmente regresa a la etapa en que daba los primeros pasitos y decía “mamá”. 

La infancia es una fase encantadora de la vida porque en ella todavía no se manifiestan las miserias que la acompañarán más tarde, ya desde la pubertad, pero muy distinto es cuando la manifiestan personas de 50 para arriba, a veces hasta más jóvenes, porque si acaso las tonterías y leseritas protagonizadas por un nene de tres o cuatro años nos hacen gracia, con esos mayores que avanzan marcha atrás dejan de ser divertidas  porque los estropicios que perpetran van más allá de ensuciar los pañales. 
¿De qué otra cosa sino como de una “segunda infancia” cabe calificar las posturas ideológicas del progresismo? 
Es una segunda infancia política que se manifiesta en el uso reiterado, porfiado y majadero de consignas, clichés, convocatorias y llamamientos que quienes hoy los hacen, a menudo septuagenarios arrastrando las patas, hicieron en su niñez luego de la lectura de algún folleto o del suplemento dominical del diario del PC de esos años, “El Siglo”. En cuanto a los jóvenes veinteañeros o treintañeros que hacen lo mismo dan pruebas de estar sufriendo un mal aun peor, de esa degeneración del tejido encefálico que lleva a la senilidad con 40 y hasta 50 años de adelanto. 
Para quienes observamos desde fuera el espectáculo y tenemos suficientes años para haberlo observado tal cual era hace décadas atrás, la escena política que se nos ofrece hoy tiene ese aire de cosa apolillada y muerta de una función de circo pobre que ya nos mamamos hace 60 años. Sí, hemos visto todo eso antes, pero es precisamente la extraordinaria falta de novedad del libreto lo que suscita asombro y no sólo por su total obsolescencia y precariedad, sino porque haya quienes tengan la audacia suficiente para ofrecerla como si fuera una Gran Obra en su función inaugural.

Es lo que nos  entrega ese teatro de variedades llamado “Progresismo”; la misma función, el mismo libreto, a veces también los mismos actores. En otros casos son “debutantes”, pero todos recitan los parlamentos de siempre. Es como escuchar un episodio de “Radio Tanda” del año 1953 o ir al estadio Nacional a ver el clásico universitario cuando se presentó “Cocoliche”. 

“Unidad”

 ¿De qué podría tratar entonces la “unidad” a la que dicho sector se convoca a sí misma con tanta frecuencia? ¿Para unirse alrededor de qué? ¿Para poner en práctica qué? La recitación conjunta de las proclamas habituales que recitaban también sus padres y abuelos  no parece ser suficiente para parar un programa creíble, pero por el momento es suficiente para parar al gobierno SIEMPRE Y CUANDO no haya quienes emigren de las filas, “traidores a la causa” que tengan la peregrina idea de estudiar las propuestas conforme a su mérito en vez de rechazarlas conforme a su origen.
 Y ese SIEMPRE Y CUANDO no está garantizado. Hay aquí y allá tránsfugas, desertores, congresistas que siquiera por un momento recuerdan para qué fueron elegidos.  Se invoca entonces frenéticamente la unidad porque no hay otra cosa y además porque pese a las apariencias, es frágil. No pasan 24 horas de la celebración de otro “almuerzo de unidad” y ya hay quienes se desunen y reciben las consiguientes amenazas. Al p<recer la unidad es un valor cuando la unión es alrededor de algo valioso. Caso contrario queda reducida  a los que pueda lograr la coacción, la amenaza, la sanción, la vigilancia.

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