jueves, 14 de marzo de 2019

Conventillo digital

Una de las eventualidades que muchos pensadores políticos de la antigüedad -desde luego Platón- temían respecto a la democracia y su desarrollo era la posible transformación de la soberanía popular en entidad mucho menos glamorosa y gloriosa, la “tiranía de la mayoría”.

Puede, dicho temor, parecer paranoia de reaccionarios y a menudo lo fue, pero desde la época de la democracia ateniense clásica en su etapa más funcional y espléndida, esto es, a principios del siglo V a.C, han habido no pocos que alentaron ese miedo por algo más que un capricho o percepción errada. En efecto, la historia muestra que una mayoría, si es abrumadora y está asociada a un credo absoluto o siquiera muy poderoso, no sólo oprime a la minoría que no participa de sus creencias sino además es siempre peligrosa porque, siendo tan mayoritaria, no siente frente a sí obstáculos de importancia con los cuales haya que tener consideraciones de ninguna clase; además de opresora se convierte en tiránica si dichas creencias conforman un credo absoluto, los cuales, por definición, no dejan ni se permiten o toleran espacios para negociar, transar y ceder ante otras proposiciones. Ese credo es a veces sólo un sentimiento puntual como el que llevó a las multitudes parisinas, en 1870, a exigirle perentoriamente al gobierno hacerle la guerra a Prusia, con catastróficos resultados, pero en otras ocasiones, peor aun, es una doctrina, a veces un entero evangelio con pretensiones de ser dueño de la Verdad y evangelizar al mundo. 

Esos fenómenos son normalmente de ocurrencia puntual porque no todos los días la masa ciudadana tiene oportunidades, en el territorio de la política, de escoger una vía y/o imponer un programa. Las elecciones y/o coyunturas políticas son de suyo intermitentes, esporádicas, separadas por lapsos sustantivos de tiempo en los que reina cierto reposo, pero pueden haber casos cuando impera TODO EL TIEMPO una penosa asfixia ideológica, valórica y emocional gestionada por esa mayoría SI coinciden dos condiciones: la existencia de una doctrina popular que tenga sentido para una gran mayoría y, junto a eso, una estructura comunicacional poderosa, intensa y eficaz que concentre y coordine instantáneamente a los miembros de dicha masa. A lo largo de toda la historia humana esta coincidencia ha sido rara, poco usual; hoy en día, en cambio,  los medios de comunicación digitales la hacen permanente, sostenida, agobiante.

El Conventillo

En 1968 un sociólogo que llegó a ser transitoriamente conocido aun en medios no académicos,  Marshall McLuhan, publicó un libro-tesis llamado “La Aldea Global” en el cual se hacía cargo de las transformaciones que imponía al planeta el desarrollo global de las comunicaciones, esto es, en esos años, la puesta en órbita de satélites que permitían trasmisiones televisivas internacionales – de vez en cuando– y más fáciles comunicaciones telefónicas. El tono de la obra era más bien positivo. No por primera vez se asumió – no tanto al autor como los lectores– que la intensificación de las comunicaciones fomentan “el mutuo conocimiento de los pueblos”, una mejor relación y en última instancia la cooperación y la paz. 

No es así y nunca lo ha sido. La existencia de comunicaciones globales sólo entraña, por necesidad, una aceleración exponencial de las interacciones, las que pueden ser amistosas o cooperativas, pero también hostiles. La intensificada comunicación puede de hecho tener muchos aspectos negativos porque la existencia de más canales para comunicarse no entraña necesariamente que el contenido que fluirá por ellos será automáticamente positivo. Más aun, incluso si dicho contenido no es hostil, la sola posibilidad de comunicarse demasiado fácilmente convierte el acto de comunicación, el cual debiera ser sólo un medio para un fin, el traslado de información de un punto a otro, en un fin en sí. El uso del teléfono celular muestra hoy en un plano menor, anecdótico, el desarrollo tumoral de esa perversión y confusión entre medios y fines; la frecuencia con que las personas hacen uso de su Iphone no se asocia con la frecuencia con que tengan contenidos relevantes, importante o urgentes por comunicarse mediante ese medio, sino la mayor parte de las veces su uso tiene como propósito el afán por huir del tedio comunicándose por cualquier o ninguna razón de manera que el acto de llamar y hablar es sólo el  anestésico del aburrimiento, un fin en sí en vez de serlo lo que se comunica. 

En un plano más serio o trascendente la conexión global e instantánea que hacen posible las tecnologías digitales en la relación entre las personas -para no mencionar el uso que de ellas hacen organismos estatales y/o privados para recabar información comercial o de intencionalidad política–  ha multiplicado de modo fenomenal los aspectos más negativos y destructivos de la interacción humana. Ha permitido la instalación de una atmósfera opresiva, fisgona, agresiva, censuradora, un siniestro espíritu de horda linchadora que ha dado salida a los peores instintos, fomentado la expresión del rencor, de la envidia y del odio porque estos sentimientos encuentran hoy un fácil modo de expresarse y además hacerlo a resguardo, anónimamente, instantáneamente y en compañía de multitudes. En breve, somos testigos de la instalación no de la “aldea global” sino del “conventillo global”. 

De “Opinión Pública” a Linchamiento

Hemos visto ya demasiados ejemplos en el mundo y en nuestro país de lo que sucede cuando los medios digitales permiten la formación, en minutos, de una masa ansiosa por encontrar un blanco contra el cual descargar sus resentimientos. En condiciones de normal aislamiento como los vigente en eras previas a las redes sociales, dichos rencores no tenían otra salida que la rumiación individual de fantasías agresivas contra el prójimo en la secreta interioridad del espíritu y/o, como apuntó Humberto Ecco, el recinto de la barbería, el bar o la mesa de comedor, pero en las condiciones de masa congregada que permiten dichas redes esos rencores y rabias no sólo encuentran expedita salida, sino además se potencian, crecen, enfurecen y envalentonan. ¿Hay acaso algo más fascinante para un rencoroso que encontrarse en una situación en la que puede evacuar su furor sin costo ninguno? Y esa es precisamente la situación que le ofrecen y permiten los medios digitales, las redes sociales, el twiter y todos los demás medios a disposición del público. 

El pelambre y comidillo, la mala leche del conventillo clásico, son cosas  de por sí bastante malas, pero al menos no son capaces de sobrepasar los límites físicos de su recinto. Es un pequeño infierno de maledicencia del que se huye saliendo de su espacio, mientras en cambio el conventillo digital no permite ese escape. Esto último, sin embargo, no es la peor parte de su naturaleza. Lo peor es su mágica conversión de la mera maledicencia en entidad política, de puro pelambre en juicio ciudadano, su trasformación en referente político y cultural. No es exagerado decir que hoy se hace política a base de los contenidos que fluyen en los medios digitales. Esa entidad más bien brumosa que antes se llamaba “opinión pública” y a la cual se consultaba sólo de vez en cuando y en cuyo nombre quienquiera podía hacer referencia -los medios de prensa suelen aun hoy convertir sus opiniones editoriales en “la opinión pública”– se trasformó en una entidad más poderosa y de existencia concreta, palpable, masiva, rechinante: es el contenido de las redes.  Masivo como es, aparece con mucha más fuerza -pero no con más razón– como una expresión del juicio y voluntad ciudadana al cual debe oirse y obedecerse o siquiera fingidamente plegarse.

El resultado es una política cotidiana aun más chata, baja, irreflexiva, obsecuente y más mediocre de lo habitual. Es así especialmente en democracia porque en esta los profesionales de la política dependen del voto y el voto depende del rating y el rating del grado mayor o menor con que dichos profesionales sucumban a las apetencias  del momento de la masa electoral. 

Otro resultado es la opresión mental y emocional que resulta de estarse bajo el escrutinio constante y el reproche permanente y a menudo sangriento de una masa que alimenta sus prejuicios con gran facilidad y aprovecha cada oportunidad para evacuar sus furias. Ninguno de estos efectos puede evaluarse como un “perfeccionamiento de la democracia” o un “empoderamiento de los ciudadanos”. Es el conventillo digital y el empobrecimiento de la vida pública y el ensañamiento de las masas.

lunes, 11 de marzo de 2019

Manuscrito encontrado en Zaragoza (1805)


La novela es una serie de 66 historias entrelazadas al estilo de Decameron y The Arabian Nights que el director de cine polaco  Wojciech ha resumido en una película filosófica fuertemente influenciada por el surrealismo, cuyos pintores a su vez adoptaron la novela como texto fundamental junto con Blake, Poe, y Sade.

Jan Potocki, escritor polaco se hizo famoso principalmente porque en 1790 fue el primer polaco que sobrevoló Varsovia en un globo y por publicar un curioso libro de aparecidos impregnado de un erotismo sutil titulado, Manuscrito encontrado en Zaragoza (1805). Los relatos del libro siguen un plan muy sencillo, que se repite incesantemente: el protagonista se pierde en una región siniestra, tiene un encuentro con dos hermanas, se despierta más tarde en un cadalso, flanqueado por los cadáveres de dos bandidos ejecutados por orden del rey.
A lo largo del libro, las hermanas asumen la forma de gemelos, los bandidos resultan no haber muerto, hay alquimistas, astrólogos y cabalistas, poseídos, gitanos y anacoretas, pero cada relato se articula en torno a los mismos elementos estructurales.
Todo el libro rezuma un erotismo leve, que compensa su liviandad con su insistencia. La temática sobrenatural, los estados alterados de conciencia de los personajes y la carga erótica que impregna el texto se corresponden a la perfección con la estructura de cajas chinas, virtualmente infinita. También escribió algunas recopilaciones de cuentos populares y un conjunto de escenas para teatro. Jan Potocki se suicidó en el año 1815 utilizando una bala de plata pulida por él mismo.
Este material literario interesó a Wojciech Jerzy Has (1 de abril de 1925, Cracovia; 3 de octubre de 2000, Łódź, Polonia). Has fue un cineasta, productor y guionista polaco. Considerado el mejor adaptador de obras literarias al cine de toda la historia del cine polaco y junto con Andrzej Wajda, uno de los más relevantes de la Escuela Polaca de Cine. Casi toda su fama internacional se sustenta en una única e influyente obra, El manuscrito encontrado en Zaragoza.

Cronología

1797: Potocki inicia la escritura de El Manuscrito…
1804-1805: Se publica en San Petersburgo la primera edición.
1813: Gide Fils ed. publica en París Avadoro (una historia española), segunda parte de El Manuscrito…
1815: Gide Fils reedita la primera parte con el título Les dix journées de la vie d'Alphonse van Worden.
1847: Edmund Chojecki traduce la obra al polaco.
1956: Leszek Kukulski publica una edición crítica.
1958: Roger Caillois edita el El Manuscrito…, que consta de Les dix journées de la vie d'Alphonse
van Worden más tres relatos de Avadoro (una historia española).
1965: Wojciech J. Has adapta el cine la primera parte.
1967: Minotauro edita la primera traducción al español.
1973: Philippe Ducrest adapta a la televisión la primera parte.
1989: René Raddrizani edita para José Corti la primera edición completa.
2001: Coppola y Scorsese editan en DVD la adaptación del Wojciech J. Has.
2002: Valdemar edita en Madrid una traducción de Mauro Armiño a partir de la edición de René
Raddrizani.
2003: Francisco Nieva adapta la obra para teatro.
2009: Editorial Acantilado publica en Barcelona una traducción diferente, que parte de la versión de Potocki de 1810.

El manuscrito encontrado en Zaragoza
Film de Wojciech Has
Novela de Jan Potocki


“El valle de Los Hermanos comienza donde el Guadalquivir se derrama sobre la llanura; lo llamaban así porque tres hermanos, unidos, más que por los lazos de sangre, por la afición al bandolerismo-; hicieron del lugar, durante muchos años, el teatro de sus hazañas. De los tres hermanos, dos cayeron en poder de las autoridades, y sus cuerpos se veían colgados de una horca a la entrada del valle, pero el mayor, llamado Soto, logró escapar de las prisiones ' de Córdoba y se refugió, según decían, en la cadena de Las Alpujarras.
Cosas muy extrañas contaban de los dos hermanos que fueron colgados; no se hablaba de ellos como de aparecidos, pero se pretendía que sus cuerpos, animados por vaya a saberse qué demonios, abandonaban la horca durante la noche para angustiar a los vivos. De tal modo se dio el hecho por cierto que un teólogo de Salamanca probó en una disertación que los dos ahorcados, a cada cual más extraordinario, eran vampiros de una rara especie, cosa que los más incrédulos no vacilaban en afirmar. También corría el rumor de que los dos hombres eran inocentes y que habiendo sido injustamente condenados se vengaban de ello, con el permiso del cielo, en los viajeros y otros viandantes. Como de esa historia me hablaron a menudo en Córdoba, tuve la curiosidad de acercarme a la horca. El espectáculo era tanto más repulsivo cuanto que los horribles cadáveres, agitados por el viento, se balanceaban de manera fantástica, mientras buitres atroces los tironeaban para arrancarles jirones de carne; apartando los ojos con espanto, me hundí en el camino de las montañas.
Hay que convenir en que el valle de Los Hermanos parecía muy apropiado para favorecer las empresas de los bandidos y servirles de refugio. Rocas desprendidas de lo alto de los montes, árboles derribados por la tormenta, interceptaban el camino, y en muchos lugares era menester atravesar el lecho del torrente, o pasar delante de cavernas profundas cuyo aspecto malhadado inspiraba desconfianza.
Al salir de este valle y entrar en otro, descubrí desde lejos la venta que debía albergarme, y no auguré de ella nada bueno. Observé que no tenía ventanas ni celosías; no humeaban las chimeneas; no había gente en los alrededores, y los aullidos de los perros no anunciaban mi llegada. Deduje que sería una de aquellas ventas abandonadas por sus dueños, como había dicho el mesonero de Andújar.
Cuanto más me acercaba, más profundo me parecía el silencio. En la puerta de la venta, vi un cepillo para echar limosnas, acompañado por la siguiente inscripción: «Señores viajeros, sed caritativos y rogad por el alma de González de Murcia, que en otros tiempos fue mesonero de Venta Quemada. Después seguid vuestro camino y en ningún instante, bajo ningún pretexto, se os ocurra pasar aquí la noche».
Inmediatamente resolví desafiar los peligros con los cuales me amenazaba la inscripción. No tenía el convencimiento de que en la venta no hubiera aparecidos, pero desde niño me enseñaron, como se verá más adelante, a poner el honor por encima de todo, y lo hacía consistir en no dar jamás señales de miedo.
Como el sol se ponía, quise aprovechar la luz menguante para recorrer de punta a punta la morada. Más que luchar con las potencias infernales que se habían posesionado de ella, esperaba encontrar algunas viandas, pues las frutas de Los Alcornoques habían podido suspender, pero no satisfacer, mi necesidad imperiosa de comida. Atravesé muchos aposentos y salas. La mayoría estaban revestidos de mosaicos hasta la altura de un hombre, y en los techos había esos bellos artesones en los cuales resplandece la magnificencia de los moros. Visité las cocinas, los graneros, los sótanos; estos últimos estaban cavados en la roca, y algunos comunicaban con rutas subterráneas que parecían penetrar muy adentro en la montaña; pero no encontré de comer en ninguna parte. Por último, como era ya de noche, busqué mi caballo, atado en el patio, lo llevé a un establo donde había visto un poco de heno, y fui a un aposento a tenderme en un jergón, el único que hubieran dejado en todo el albergue. También hubiese querido una candela, pero el hambre que me atormentaba tenía su lado bueno, pues me impedía dormir.
Sin embargo, mientras más oscura se hacía la noche, más sombrías eran mis reflexiones. Ya pensaba en la desaparición de mis dos servidores, ya en los medios de procurarme comida. Quizá los bandidos, irrumpiendo de algún matorral o de alguna trampa subterránea, habían atacado sucesivamente a López y a Mosquito cuando estaban solos, e hicieron una excepción conmigo en razón de mis armas, que no les prometían una victoria tan fácil. Más que todo me preocupaba el hambre, pero había visto en la montaña algunas cabras; debía de guardarlas algún pastor, y a éste no le faltaría un poco de pan para comer con la leche. Por añadidura, yo contaba con mi fusil. Sea como fuere, estaba resuelto a todo menos a volver sobre mis pasos y a exponerme a los sarcasmos del mesonero de Andújar. Antes bien, había decidido firmemente continuar mi ruta.
Agotadas estas reflexiones, no podía menos de rumiar viejas historias de monederos falsos y otras de la misma especie con las que habían acunado mi infancia. Pensaba también en la inscripción sobre el cepillo de las limosnas. Aunque no creía que el demonio hubiese estrangulado al mesonero, nada comprendía de su trágico fin.
Pasaban las horas en un silencio profundo cuando el son inesperado de una campana me estremeció de sorpresa. Tocó doce veces, y es fama que los aparecidos no tienen poder sino después de medianoche hasta el primer canto del gallo. Digo que me sorprendí, y no me faltaban motivos para ello, pues la campana no había dado las otras horas; me pareció lúgubre su tañido. Un instante después se abrió la puerta del aposento, y vi entrar a una persona completamente oscura pero en modo alguno pavorosa, pues era una hermosa negra, semidesnuda, que llevaba una antorcha en cada mano.
La negra se llegó a mí, hizo una profunda reverencia y me dijo en un muy buen español:
-Señor caballero, unas damas extranjeras que pasan la noche en este albergue os ruegan compartir su cena. Tened la bondad de seguirme.
Seguí a la negra de corredor en corredor hasta una sala bien iluminada en medio de la cual había una mesa con tres cubiertos, vajilla de porcelana japonesa y jarras de cristal de roca. En el fondo de la sala pude ver un lecho magnífico. Muchas negras parecían atareadas en servir, pero se alinearon con respeto no bien entraron dos damas cuya tez de azucenas y rosas contrastaba perfectamente con el ébano de sus criadas. Las dos damas, tomadas de la mano, vestían de una manera extravagante, o que a lo menos me pareció tal, pero que es frecuente en muchos pueblos de Berbería, como después lo he comprobado durante mis viajes. Su vestido no consistía sino en una camisa y un justillo. La camisa era de tela hasta la cintura, y más abajo de una gasa de Mequínez, especie de género que sería del todo transparente si anchas cintas de seda, mezcladas a la trama del tejido, no lo hicieran apto para velar en, cantos que ganan en adivinarse. El justillo, ricamente bordado de perlas y guarnecido de broches de diamantes, les cubría escasamente los senos; no tenía mangas; las de la camisa, también de gasa, estaban recogidas y anudadas detrás del cuello. Brazaletes adornaban sus brazos desnudos, tanto en las muñecas como encima de los codos. Aunque las damas fueran diablesas, sus pies no estaban hendidos ni provistos de garras; desnudos, en pequeñas babuchas bordadas, llevaban en el tobillo una ajorca de gruesos brillantes.
Las desconocidas avanzaron hacia mí con semblante despejado y afable. Eran dos bellezas perfectas; una de ellas, alta, esbelta, deslumbrante; la otra, enternecedora y tímida; una, majestuosa, con un busto de nobles proporciones y una cara de facciones admirables; la otra, menuda, con los labios un poco prominentes y los ojos entrecerrados por los cuales asomaba el brillo de sus pupilas ocultas bajo larguísimas pestañas. La mayor me dirigió la palabra en castellano y me dijo:
-Señor caballero, os agradecemos la bondad que habéis tenido de aceptar esta modesta colación. Creo que debéis necesitarla.
Dijo esta última frase con expresión tan maliciosa que la sospeché muy capaz de haber hecho robar la mula cargada con nuestras provisiones, pero tan bien las reemplazaba que no pude guardarle rencor.
Nos sentamos a la mesa, y la misma dama, alcanzándome una fuente de porcelana del Japón, me dijo:
-Señor caballero, encontraréis aquí una olla podrida donde se mezclan toda clase de carnes, exceptuando una sola, porque somos fieles, quiero decir musulmanas.
-Bella desconocida -le respondí-, me parece que bien lo habéis dicho. Sois fieles, sin duda, y vuestra religión es el amor. Pero dignaos satisfacer mi curiosidad antes que mi apetito: decidme quiénes sois.
-No dejéis de comer por ello, señor caballero -replicó la bella morisca-. No guardaremos con vos el incógnito. Me llamo Emina, y ésta es mi hermana Zebedea. Aunque establecidas en Túnez, nuestra familia es oriunda de Granada, y algunos de nuestros parientes viven en España, donde profesan en secreto la ley de sus padres. Hace ocho días abandonamos Túnez; desembarcamos cerca de Málaga en una playa desierta; después hemos pasado por las montañas, entre Soja y Antequera; después hemos venido a este lugar solitario para cambiarnos de ropa y tomar todas las medidas necesarias para vivir seguras. Podéis ver, señor caballero, que nuestro viaje es un secreto importante que confiamos a vuestra lealtad.
Aseguré a las bellas que no debían temer de mi parte ninguna indiscreción y me puse a comer con un poco de voracidad, sin duda, pero también con esa graciosa cortedad que un joven demuestra necesariamente cuando es el único de su sexo en una sociedad de mujeres.
Se apaciguó mi hambre y comencé lo que en España llaman los dulces; Emina lo advirtió, y entonces ordenó a las negras que me mostraran cómo se baila en sus comarcas. Ninguna orden pudo serles más agradable, y obedecieron con una vivacidad que rayaba en la licencia. Hasta creo que hubiese sido difícil que terminaran de bailar, pero yo les pregunté a sus hermosas señoras si ellas también solían hacerlo. Por toda respuesta se pusieron de pie y pidieron castañuelas. ¿Cómo dar una idea de su danza? Hacía pensar en el bolero de Murcia y en el fandango de los Algarbes, y quienes han estado en aquellas provincias podrán imaginarla, pero nunca podrán imaginar el encanto que añadían a sus pasos las gracias naturales de las dos africanas, realzadas por sus diáfanas vestiduras.
Durante algún tiempo las contemplé guardando una especie de sangre fría, pero sus movimientos acelerados por una cadencia más viva, el ruido perturbador de la música morisca, mi vitalidad exaltada por la súbita comida, en mí, fuera de mí, todo se concertaba para hacerme perder la razón. No sabía ya si estaba con dos mujeres o con dos súcubos insidiosos. No me atrevía a ver, no quería mirar. Me cubrí los ojos con la mano y me sentí desfallecer.
Las dos hermanas se me acercaron y cada una me tomó una mano. Emina me preguntó si me sentía mal. La tranquilicé. Zebedea me preguntó por un relicario que llevaba yo colgado del pecho. ¿Guardaba en él el retrato de mi amada?
-Es -le respondí- una alhaja que me dio mi madre y que le prometí llevar siempre conmigo; contiene un trozo de la verdadera cruz.
Zebedea retrocedió, palideciendo.
-Os turbáis -le dije-; sin embargo, la cruz sólo puede espantar al espíritu de las tinieblas.
Emina respondió por su hermana.
-Señor caballero -me dijo-, sabéis que somos musulmanas, y no debería sorprenderos la tristeza que mi hermana os ha demostrado. Yo la comparto. Lamentamos encontrar un cristiano en vos, que sois nuestro pariente más próximo. Mis palabras os asombran, pero ¿no era vuestra madre una Gomélez? Somos de la misma familia, que no es más que una rama de la de los Abencerrajes; pero sentémonos en este sofá y os diré otras cosas aún.
Las negras se retiraron. Emina me ofreció un extremo del sofá y se puso a mi lado, sentándose sobre las piernas cruzadas. Zebedea, sentándose del otro lado, se apoyó sobre mi almohadón, y los tres estábamos tan cerca que nuestros alientos se mezclaban. Emina pareció reflexionar; después, mirándome con el más vivo interés, me tomó la mano y me dijo:
-Querido Alfonso, es inútil ocultarlo: no fue el azar quien nos trajo aquí. Os esperábamos; si el temor os hubiera hecho tomar otro camino, habríais perdido para siempre nuestra estima.
-Me halagáis, Emina -le respondí-, y no sé en qué podría interesaros mi valor.
-Nos interesáis mucho -replicó la bella mora-, pero quizá os halagaría menos saber que por poco sois el primer hombre que hemos visto. Lo que digo os asombra, y parecéis ponerlo en duda. Os había prometido contaros la historia de nuestros antepasados, pero quizá sea mejor que comience por la nuestra

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