Una de las eventualidades que muchos pensadores políticos de la antigüedad -desde luego Platón- temían respecto a la democracia y su desarrollo era la posible transformación de la soberanía popular en entidad mucho menos glamorosa y gloriosa, la “tiranía de la mayoría”.
Puede, dicho temor, parecer paranoia de reaccionarios y a menudo lo fue, pero desde la época de la democracia ateniense clásica en su etapa más funcional y espléndida, esto es, a principios del siglo V a.C, han habido no pocos que alentaron ese miedo por algo más que un capricho o percepción errada. En efecto, la historia muestra que una mayoría, si es abrumadora y está asociada a un credo absoluto o siquiera muy poderoso, no sólo oprime a la minoría que no participa de sus creencias sino además es siempre peligrosa porque, siendo tan mayoritaria, no siente frente a sí obstáculos de importancia con los cuales haya que tener consideraciones de ninguna clase; además de opresora se convierte en tiránica si dichas creencias conforman un credo absoluto, los cuales, por definición, no dejan ni se permiten o toleran espacios para negociar, transar y ceder ante otras proposiciones. Ese credo es a veces sólo un sentimiento puntual como el que llevó a las multitudes parisinas, en 1870, a exigirle perentoriamente al gobierno hacerle la guerra a Prusia, con catastróficos resultados, pero en otras ocasiones, peor aun, es una doctrina, a veces un entero evangelio con pretensiones de ser dueño de la Verdad y evangelizar al mundo.
Esos fenómenos son normalmente de ocurrencia puntual porque no todos los días la masa ciudadana tiene oportunidades, en el territorio de la política, de escoger una vía y/o imponer un programa. Las elecciones y/o coyunturas políticas son de suyo intermitentes, esporádicas, separadas por lapsos sustantivos de tiempo en los que reina cierto reposo, pero pueden haber casos cuando impera TODO EL TIEMPO una penosa asfixia ideológica, valórica y emocional gestionada por esa mayoría SI coinciden dos condiciones: la existencia de una doctrina popular que tenga sentido para una gran mayoría y, junto a eso, una estructura comunicacional poderosa, intensa y eficaz que concentre y coordine instantáneamente a los miembros de dicha masa. A lo largo de toda la historia humana esta coincidencia ha sido rara, poco usual; hoy en día, en cambio, los medios de comunicación digitales la hacen permanente, sostenida, agobiante.
El Conventillo
En 1968 un sociólogo que llegó a ser transitoriamente conocido aun en medios no académicos, Marshall McLuhan, publicó un libro-tesis llamado “La Aldea Global” en el cual se hacía cargo de las transformaciones que imponía al planeta el desarrollo global de las comunicaciones, esto es, en esos años, la puesta en órbita de satélites que permitían trasmisiones televisivas internacionales – de vez en cuando– y más fáciles comunicaciones telefónicas. El tono de la obra era más bien positivo. No por primera vez se asumió – no tanto al autor como los lectores– que la intensificación de las comunicaciones fomentan “el mutuo conocimiento de los pueblos”, una mejor relación y en última instancia la cooperación y la paz.
No es así y nunca lo ha sido. La existencia de comunicaciones globales sólo entraña, por necesidad, una aceleración exponencial de las interacciones, las que pueden ser amistosas o cooperativas, pero también hostiles. La intensificada comunicación puede de hecho tener muchos aspectos negativos porque la existencia de más canales para comunicarse no entraña necesariamente que el contenido que fluirá por ellos será automáticamente positivo. Más aun, incluso si dicho contenido no es hostil, la sola posibilidad de comunicarse demasiado fácilmente convierte el acto de comunicación, el cual debiera ser sólo un medio para un fin, el traslado de información de un punto a otro, en un fin en sí. El uso del teléfono celular muestra hoy en un plano menor, anecdótico, el desarrollo tumoral de esa perversión y confusión entre medios y fines; la frecuencia con que las personas hacen uso de su Iphone no se asocia con la frecuencia con que tengan contenidos relevantes, importante o urgentes por comunicarse mediante ese medio, sino la mayor parte de las veces su uso tiene como propósito el afán por huir del tedio comunicándose por cualquier o ninguna razón de manera que el acto de llamar y hablar es sólo el anestésico del aburrimiento, un fin en sí en vez de serlo lo que se comunica.
En un plano más serio o trascendente la conexión global e instantánea que hacen posible las tecnologías digitales en la relación entre las personas -para no mencionar el uso que de ellas hacen organismos estatales y/o privados para recabar información comercial o de intencionalidad política– ha multiplicado de modo fenomenal los aspectos más negativos y destructivos de la interacción humana. Ha permitido la instalación de una atmósfera opresiva, fisgona, agresiva, censuradora, un siniestro espíritu de horda linchadora que ha dado salida a los peores instintos, fomentado la expresión del rencor, de la envidia y del odio porque estos sentimientos encuentran hoy un fácil modo de expresarse y además hacerlo a resguardo, anónimamente, instantáneamente y en compañía de multitudes. En breve, somos testigos de la instalación no de la “aldea global” sino del “conventillo global”.
De “Opinión Pública” a Linchamiento
Hemos visto ya demasiados ejemplos en el mundo y en nuestro país de lo que sucede cuando los medios digitales permiten la formación, en minutos, de una masa ansiosa por encontrar un blanco contra el cual descargar sus resentimientos. En condiciones de normal aislamiento como los vigente en eras previas a las redes sociales, dichos rencores no tenían otra salida que la rumiación individual de fantasías agresivas contra el prójimo en la secreta interioridad del espíritu y/o, como apuntó Humberto Ecco, el recinto de la barbería, el bar o la mesa de comedor, pero en las condiciones de masa congregada que permiten dichas redes esos rencores y rabias no sólo encuentran expedita salida, sino además se potencian, crecen, enfurecen y envalentonan. ¿Hay acaso algo más fascinante para un rencoroso que encontrarse en una situación en la que puede evacuar su furor sin costo ninguno? Y esa es precisamente la situación que le ofrecen y permiten los medios digitales, las redes sociales, el twiter y todos los demás medios a disposición del público.
El pelambre y comidillo, la mala leche del conventillo clásico, son cosas de por sí bastante malas, pero al menos no son capaces de sobrepasar los límites físicos de su recinto. Es un pequeño infierno de maledicencia del que se huye saliendo de su espacio, mientras en cambio el conventillo digital no permite ese escape. Esto último, sin embargo, no es la peor parte de su naturaleza. Lo peor es su mágica conversión de la mera maledicencia en entidad política, de puro pelambre en juicio ciudadano, su trasformación en referente político y cultural. No es exagerado decir que hoy se hace política a base de los contenidos que fluyen en los medios digitales. Esa entidad más bien brumosa que antes se llamaba “opinión pública” y a la cual se consultaba sólo de vez en cuando y en cuyo nombre quienquiera podía hacer referencia -los medios de prensa suelen aun hoy convertir sus opiniones editoriales en “la opinión pública”– se trasformó en una entidad más poderosa y de existencia concreta, palpable, masiva, rechinante: es el contenido de las redes. Masivo como es, aparece con mucha más fuerza -pero no con más razón– como una expresión del juicio y voluntad ciudadana al cual debe oirse y obedecerse o siquiera fingidamente plegarse.
El resultado es una política cotidiana aun más chata, baja, irreflexiva, obsecuente y más mediocre de lo habitual. Es así especialmente en democracia porque en esta los profesionales de la política dependen del voto y el voto depende del rating y el rating del grado mayor o menor con que dichos profesionales sucumban a las apetencias del momento de la masa electoral.
Otro resultado es la opresión mental y emocional que resulta de estarse bajo el escrutinio constante y el reproche permanente y a menudo sangriento de una masa que alimenta sus prejuicios con gran facilidad y aprovecha cada oportunidad para evacuar sus furias. Ninguno de estos efectos puede evaluarse como un “perfeccionamiento de la democracia” o un “empoderamiento de los ciudadanos”. Es el conventillo digital y el empobrecimiento de la vida pública y el ensañamiento de las masas.
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