La muerte del periodista saudí Jamal Khashoggi -notorio disidente y columnista en el Washington Post- ocurrida a manos de una escuadra de 15 agentes de inteligencia, militares y personal de seguridad sin duda alguna mandados para esos efectos por el príncipe Mohammed Bin Salman, de Arabia Saudita, quien reúne en sus manos todos el poder que le ha cedido su padre el rey, ha escandalizado al mundo tanto por el hecho mismo como además por sus circunstancias, habiéndose cometido el crimen en el recinto de un consulado de Arabia Saudita en Turkía para luego mutilarse el cuerpo y hacerlo desaparecer. Khashoggi entró al consulado a tramitar unos documentos para casarse con su novia, quien lo esperó afuera del consulado, pero nunca más apareció. Denunciado el hecho a las autoridades de Turquía, Arabia Saudita negó de plano tener ninguna responsabilidad y hasta afirmó, semana tras semana, que el periodista había abandonado la sede diplomática por su cuenta. Como la versión no pudo sostenerse, ahora el reino saudí culpa del evento a un “altercado” que habría terminado con la estrangulación del Khashoggi; habría sido un lamentable pero fortuito hecho del cual se responsabiliza al escuadrón mandado por el príncipe, todos lo cuales han sido arrestados y destituidos.
Si Arabia Saudita debió rehacer su imposible explicación inicial para sustituirla por una igualmente imposible -pero además ridícula- y si hasta debió tomar medidas que entrañan el descabezamiento de su aparato de inteligencia y/o seguridad, todo eso fue por obra de la presión internacional, de la incredulidad universal ante sus explicaciones, del escándalo y el repudio, del descrédito sufrido por el reino y del boicot de empresarios y autoridades que iban a darse cita allí para una reunión internacional del más alto vuelo, pero sería ingenuo asumir que dicho escándalo y dichos gestos vayan a traducirse en algo más que la furia y el ruido. Dicho sea de paso, si de indignación se trata con aun mayor razón esta debiera estar dirigida o al menos TAMBIÉN dirigirse hacia la guerra que sostiene el reino en Yemen y que ha costado, hasta la fecha, la vida a docenas de niños, para no hablar de los adultos, todos quienes han caído por efecto de bombardeos celebrados con aviones y munición de fabricación norteamericana.
Donald Trump da la pauta de lo que será y en verdad ya es la reacción de las grandes potencias ante el crimen del príncipe: se le reprocha o se insinúa que tal vez podría hacérsele un reproche SI acaso fuera culpable de haber dado la orden, pero se prefiere creer la versión de su inocencia y desde luego se hace tal cosa porque se desea que las relaciones políticas y sobre todo comerciales continúen como siempre. Trump al menos ha sido franco en eso: no pondrá en juego, ha dicho, su masiva venta de armamentos a Arabia Saudita. Tampoco hará nada que perturbe su relación estratégica con el reino. El mismo sugirió, hace una semana, la teoría del agente o funcionario al que se le habría pasado la mano y/o actuado por su cuenta. Fue su contribución al esperable y previsible libreto del chivo expiatorio.
Pero si acaso la conducta de las grandes naciones ante el crimen es hipócrita, no menos lo es la de quienes se escandalizan ante esa obsecuencia interesada olvidando o fingiendo olvidar cuál es la naturaleza de las relaciones entre las naciones, aun más descaradamente orientadas por el interés de lo que lo están los individuos. Estos últimos no son menos culpables, casi todo el tiempo, de singulares actos de hipocresía y fariseísmo para mantener o acrecentar su interés y/o no pagar el precio de sus inmoralidades. Las naciones, dijo alguien, no tienen amigos sino intereses, pero podemos agregar a eso que tampoco tienen moral, ética ni ningún valor de esa clase. Estos elevados principios están dirigidos a la regulación de la conducta de los individuos, no de las colectividades. No hay sociedades ni muchos menos Estados “éticos”, sino sólo personas, ámbito en el que dicho sea de paso no prima la abundancia. Normalmente los que cacarean sobre moral y buenas costumbres se conforman con escandalizarse por las infracciones morales del prójimo. La raza humana y sus expresiones colectivas o individuales rara vez han sobrepasado y superado el mero nivel del interés. La ambición la codicia y la cobardía dominan y por lo mismo conducen tarde o temprano a la hipocresía porque esa es la forma en que los impulsos reales, normalmente depredadores y despreciables, entran en aparente sintonía con los grandes principios.
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