sábado, 10 de noviembre de 2018

La “Carta Magna”


En 1215 el Rey Juan I de Inglaterra, obligado por sus barones, ratificó sus derechos políticos expresados en un documento que llamaron “Magna Carta Libertatum” y la posteridad simplificó como “Carta Magna”. Su articulado refleja cuán arbitrario era el poder del rey antes de que dicho documento se creara; desnuda, por implicación, su naturaleza ciento por ciento despótica y caprichosa.

Tal vez la carta firmada por la señora Bachelet y otros 44 signatarios pidiendo -casi exigiendo- a la justicia brasileña liberar a Lula para que lance su candidatura a la presidencia sea también, algún día, calificada como magna siquiera por el gran tamaño de su descaro. Pero además tiene su importancia: es, a la fecha, el más claro y majestuoso monumento en papel del grado de distorsión mental al que han llegado muchos sectores de la izquierda. Sus firmantes son gente que considera “anómalo” que un sujeto tan popular -¡además de “progresista”, no faltaba mas!- no pueda participar en dicho evento, pero simultáneamente no les parece anormal que pudiera llegar a la presidencia un delincuente sancionado con 12 años de cárcel por el delito de corrupción “pasiva”.

Es, entonces, una carta que como la de 1215 desnuda por completo una situación, pero esta vez no la del poder absoluto con el afán de corregirlo, sino la de un descriterio absoluto con la esperanza de imponerlo. El texto revela, por tanto, una peculiar mirada política ciento por ciento opuesta a la del sentido común; es la visión de un credo -alguna vez se llamó “socialismo con vino tinto y empanadas”- que permite y hasta exige el doble estándar cuando está en peligro su imaginería de la consumación de los tiempos; a la pasada, además, se manifiesta la intención envuelta en palabrería altisonante de devolver el favor a la mano generosa que financió campañas presidenciales y congresales. La carta defiende a uno de los socios principales, quizás al CEO de la gran empresa latinoamericana de la corrupción, pero también y a la pasada, por implicación, a sus muchos accionistas. Nada más democrático en estos días que la corrupción pura y simple. Aun más, en Chile, gracias a la doctrina Abbott y Costello, la corruptela tiene garantía constitucional, jurídica y teológica.

Triste, solitario…

Por eso cuando se le reprocha a la izquierda el no disponer ya de sus antiguas ideas, muertas en el colapso del mundo socialista, pero además carecer de otras nuevas para entender el eventual colapso del capitalista, se le están pidiendo peras a un olmo que solo podría dar frutos pasmados o podridos. Es debido a esa anemia intelectual que ya no se sabe en qué consiste “ser” de izquierda, ignorancia compartida por los mismísimos feligreses de esa fe, aunque en subsidio muchos de ellos se refugian hoy en el cinismo profundo que suscita el derrumbe de los principios. La desvergüenza es una identidad después de todo. Herederos de un abuelo ideológico fallecido en la quiebra el 11 de marzo de 1990, en Moscú, mejor eso que nada. Peor es solo tambalearse en la indefinición y la descomposición. “Triste, solitario y final” hubiera también dicho de ellos el gran Osvaldo Soriano.

No ayuda a disfrazar esa falencia la actual dirección partidista. Cuando van en caída libre suele ocurrir que las organizaciones, anímicamente capturadas por Tánatos, sustituyan los pilotos por acróbatas o suicidas. Para eso en el PS, colectividad que tiene hoy la vocería del descalabro, está el bueno de Elizalde. El hombre no ciega a nadie por el resplandor de su visión ni conmueve por su interés en el bien de la ciudadanía, siendo como es nada más que miembro plenario de esa tropa de políticos que el gran ensayista e historiador Crane Brinton llamaba “practicones”, los de segunda fila, los buenos para las fintas de pasillo pero no para encarar creativamente las coyunturas históricas. No es un reproche; ser solo “más o menos” es una fatalidad y necesidad estadística.

Ideario…

Mientras tanto, sin embargo, pese a todo eso se le siguen pidiendo ideas a dicha izquierda languideciente. Es una exigencia descabellada porque no la guían Marx y Engels, sino “practicones” y otros especímenes de similar talante que en conjunto conforman lo que Insulza llamó “el club de la pelea”. En dicha calidad están habilitados para firmar la “Carta Magna” de doña Michelle, propinarle cachetadas al gobierno, cocerse a fuego lento en el resentimiento, exhumar muertos, celebrar martirologios, hablar de legados y dar muestras de todas las formas de agitación espiritual que inspira la incomodidad con las realidades de este mundo, pero no para crear un Decálogo programático e ideológico. Sencillamente chapalean en la confusión ideológica y política dando manotazos a diestra y siniestra y sin noción de que una idea es objeto preciso, articulado y con capacidad para ser “falsificado” conforme a la evidencia o falta de ella, no la mera recitación de frases como “justicia social” o “emparejar la cancha”.

Con esta izquierda ladradora y firmadora de cartas magnas cuenta el país y querría dialogar el Presidente. Ardua labor porque a su ruina ideológica se suman serios problemas de personal. Sus nóminas directivas, situadas a años luz de la que conformaban un Almeyda, un Allende, un Aniceto Rodríguez, un Volodia Teitelboim, un Bernardo Leighton o un Hernán Millas, inspiran asombro por su escaso calado. Por eso jamás las veremos en nada importante, pero tampoco les interesa intentarlo. Sabiéndose sin alas para volar, se resignan a revolotear en la cafetería del Congreso. Su “expertise” se limita a saber a qué cola ponerse para pedirles plata a los empresarios.

En resumen, en el alma de estas personas un solo ideario resta y es firme, claro y permanente: llegar al poder y quedarse en el poder. Son como ese fulano del cual contaba en una de sus Confesiones Imperdonables el ensayista y periodista Daniel de la Vega. A ese señor, que había sido toda su vida un “luchador social”, Arturo Alessandri lo envió de agregado cultural a la embajada de Londres. De retorno, al parecer ya cultivado, cuando se le preguntó cuál sería ahora su programa político contestó lo siguiente: “No ser nunca más pobre”. De seguro habría firmado la carta.

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