A propósito de los habitantes de un pueblo en Alemania que le reprocharon a Trump que su bisabuelo emigró a Estados Unidos y por tanto, “razonan”, debiera tener otra política migratoria hacia los mejicanos, guatemaltecos, hondureños o somalíes que desean ingresar en masa, inevitablemente se viene a la mente la idea de que entre las muchas variantes desagradables del tipo humano común y corriente -¿pero quizás el tipo mismo sea el desagradable?– que perpetuamente existen o transitoriamente aparecen según los tiempos, tal vez una de las peores sea la del “justiciero (a)” o, en lenguaje bíblico, los “varones justos”. Para ponernos al día agreguemos también a las “damas justas”.
Con esta definición y/o descripción NO nos referimos a personas especialmente dotadas, en su ámbito privado, de un destacado afán y sentido de la justicia a veces llevado a la exageración, la intransigencia y la intolerancia, sino a una categoría ostentosa y socialmente visible pues su membresía es de evidente presencia publica; hablamos menos de personas que de un PERSONAJE, de un rol puesto al día y de moda por las circunstancias y las oportunidades. El justo es majadéramente justo con sus cercanos; el “justiciero” hace ruidosos alardes de ser propietario (a) o concesionaria (o) vitalicio de la justicia y tener potestad para espetar juicios no sólo sobre sus íntimos sino respecto a cualquier semejante; el “varón y dama justo (a)” indican con el dedo a pecadores de todos los ámbitos de la vida nacional con la implícita actitud de quien se cree dueño de la VERDAD y como tal posee patente de jurisprudencia ilimitada; lo hacen con ceño adusto, expresión grave, siempre serios (as), solemnes, puros, santificados, autorizados y bendecidos por el Señor y los santos apóstoles. O simplemente lo hacen sintiendo el apoyo tácito o expreso de una causa que impera y domina, del discurso hegemónico del momento, de la onda que la lleva y por tanto, en segundo plano, de la barra brava que constituye su feligresía.
La categoría abunda o más bien pulula en los medios de comunicación. Encaramados en tribunas audio visuales o atrincherados en reductos de papel, vienen y pontifican sin cesar, acusan, denuncian, revelan, incriminan y sobretodo satisfacen a su audiencia y obtienen así su aprobación. Por convencimiento, por miedo o por trepar en la estimación de aquellos suelen radicalizar semana a semana sus evacuaciones moralistas, su indignación y su aire de mártires a sueldo de la verdad. La proliferación de estos personajes es menos un fenómeno individual en el que casualmente coincidieran muchos ciudadanos (as) que un fenómeno colectivo nacido de circunstancias políticas, culturales y emocionales que durante un lapso imponen un cierto paquete de ideas y actitudes casi con fuerza de ley y en virtud del cual se mide, juzga, castiga o premia. El varón y la dama justa se ponen en sintonía con los tiempos; el varón y dama justa es sencillamente un oportunista; el varón y dama justa (o) es 99 veces de 100 una mediocridad que se está dando el gusto de disfrazar la inanidad de su condición al convertirse en vocero de una inanidad colectiva. Al vocear decires sacralizados por la multitud deja de ser quien simplemente vocea pequeñeces particulares, opiniones sin fundamento, juicios pobretones y clichés y lugares comunes para devenir en portavoz de algo más grande e importante.
El ciudadano común que no goza del privilegio de estar encaramado en ningún medio público de comunicación tiene, sin embargo, una democrática chance de subirse siquiera por un momento -los “diez minutos de fama”– a este bus de la justicia y celebrar su numerito. Quizás sea en una de esas brevísimas entrevistas que celebra la televisión en la calle, la del “¿qué opina usted?” de esto o lo otro. Quizás lo llamen por teléfono para participar en una encuesta de opinión y tendrá entonces la oportunidad de convertirse en agente y representante de la “opinión pública” espetando su anémico pero lapidario juicio. O puede simplemente hacer uso cuando quiera de las “redes sociales” para tras un seudónimo evacuar sus furias, resentimientos, furores y odios y hacerlo a destajo y sin costo. La única condición es la de que, como el “comunicador” conocido y público, adhiera al discurso oficial, aunque hay una diferencia; este justiciero anónimo puede darse el gusto, en compañía de una turba de semejantes, de llevar ese odio u acatamiento de la verdad oficial más a allá de la mera palabrería pues para eso están las funas, los escupos en patota, las tazas de café arrojadas al rostro, las patadas, las Molotov, los insultos, la agresiones.
¿No hay siquiera un átomo de verdad, justicia y razón en lo que propalan estos justicieros? Puede haberlo o más bien PUDO haberlo, pero convertido en opinión de la masa y en cliché de los comunicadores, siempre expertos en el oportunismo y la bajeza conceptual, ese átomo de verdad deriva inevitablemente en una mazamorra de inepcias. Dicha tóxica transformación quizás sea la parte más lamentable, el peor episodio que celebra el justicialismo.
En el plano de la vida cotidiana esta prevalencia de discursos políticamente correctos, voceros de este y feligreses obtusos y furiosos da lugar a un clima asfixiante y a veces peligroso; es la versión Diet del que imperaba en la URSS y el que impera en Cuba, a saber, el del totalitarismo de la idiotez y el afán de venganza de los tarados, el totalitarismo sin balazos en la nuca pero con apaleos verbales y físicos y de una odiosidad convertida en principio espiritual, en norma de valor, en el “como-debe-ser” del momento.
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