domingo, 2 de diciembre de 2018

“Think tank”


El político del rank and file no está en este mundo para interrogarse acerca de la sustancia de sus conceptos y de sus consignas de siempre, sino para considerarlas axiomas probados y como serviciales textos de instrucción retórica.
La ciudadanía casi de seguro no se ha enterado.
 ¿A quién le importan en estos días las peripecias de los partidos de la NM?
 Informémosle entonces: créase o no, el PS tiene un “think tank”. ¡Un think tank! No sólo eso. Se nos dice que examina los antecedentes de varios correligionarios actualmente en libertad de acción, quienes, luego de pasar por La Moneda y sufrir su aturdidor efecto neuronal, están deseosos de reactivar sus funciones cerebrales ocupando plazas en dicho organismo. Se ignora si la membresía acarrea bonos por pensamiento/hora que permitan siquiera una sombra del espléndido estándar de vida logrado durante el régimen bacheletista, pero tal vez estemos frente a una auténtica misión evangélica y no haya emolumentos; de todos modos lo importante, eso que el difunto sociólogo Robert Merton llamaría la “función latente” de estos monasterios del pensamiento -por su pobreza franciscana- es permitirles a los acogidos no desaparecer del circo de tres pistas y que nadie, algún día, pueda preguntarse en el estilo supremamente despectivo de los argentinos “y este coso, ¿quién es?”. Mucho mejor sería un pituto en algún gran templo internacional de privilegio, en primer lugar en la ONU, en segundo en la OEA o siquiera en la Cepal, cementerio de escribanos sin destinación política por el momento, pero a falta de dichas cosas incluso un think tank de barrio puede garantizar un leve grado de supervivencia.

Siendo entonces el auténtico propósito de dichas entidades la salvación política y económica de sus incumbentes hasta el próximo turno, quizás sea ocioso preguntarse si los viejos y nuevos miembros de todo organismo de esa clase, ya sean de izquierda o de derecha, están facultados para cumplir sus funciones. “Pensar” es actividad más compleja y ardua que discursear, fantasear y zancadillear. Es en las últimas, no en aquella, en las que estos profesionales tienen probada maestría. En América Latina siempre ha sido la especialidad de sus tribunos el cultivo de una cultura verbal y sentimental que es, por así decirlo, la manifestación corporativa de Cantinflas.

Todos por igual

Si acaso el pensamiento no es ni nunca ha sido virtud del progresismo, tampoco lo es de sus oponentes. Basta leerlos o escucharlos para comprobar que unos y otros chapalean en la misma charca de pequeños intereses, mezquindades minúsculas, rivalidades de vendetta siciliana y un alfabetismo limitado a la lectura de manuales de autoayuda o al “Arte de la Felicidad” del Dalai Lama. Pero, ¿qué más da? Los ciegos han de ser conducidos por otros ciegos, no por los videntes y ni siquiera por los tuertos. Así como no es tarea ni costumbre de los beatos estudiar teología y metafísica ni escudriñar los escritos de Orígenes o Santo Tomás, del mismo modo el político del rank and file no está en este mundo para interrogarse acerca de la sustancia de sus conceptos y de sus consignas de siempre, sino para considerarlas axiomas probados y como serviciales textos de instrucción retórica.

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Caer de rodillas y rezar o elevar un puño en alto y vociferar son actividades mucho más accesibles y rentables.

Hoy

Esta terrible liviandad del pensar político se manifiesta hoy por doquier, como se ha manifestado siempre. Ahí están, como pruebas, las declaraciones que en estos días recogemos de labios de personeros de alto coturno. En el sector progresista tenemos a Huenchumilla, muy preocupado por su partido, la Democracia Cristiana, a la cual, para rescatarla, la está llamando a un “gran acuerdo” o, en su defecto, oficializar de una buena vez que ya no hay miradas comunes y es preciso separarse de manera civilizada. La declaración, plausible a primera vista, es similar en su estructura lógica a la de un médico con vocación de humorista que ante un enfermo terminal dijera “lo que esta persona necesita es mejorarse, o, en su defecto, morirse”. La enfermedad de la Decé consiste precisamente en que no pueden acordar nada y por eso el llamamiento de Huenchumilla constituye un exquisito ejemplo de la falacia “petición de principio”. No sólo piensan distinto, sino además no tienen ningún referente conceptual respecto del cual estar o no de acuerdo, salvo el dilema de si seguir o no alineados con los comunistas, el cual no es un tema de pensamiento sino de poder, un cálculo de conveniencias y/o el efecto inercial de la tibia indecisión que acompaña siempre las posturas de esa colectividad.

Injusto sería no destacar una atenuante: la Decé nunca ha tenido un cuerpo doctrinario capaz de ser defendido o criticado conforme a razón. Lo que tiene es un pasmado baturrillo de posturas con tufo a sacristía, un salpicado de Maritain, trozos de encíclicas papales y pataletas del hijo rebelde ante sus papás conservadores. No hay, en ese devocionario hecho de mazapán, mucho de sólido o siquiera obstinado donde dar golpes de zapapico.

Retroexcavadora

Luego tenemos a Quintana. Este profesor de colegio, artífice de una frase que tanto daño le hizo a su sector, no se arrepiente de nada. En larga y reciente entrevista aparece como algo menos confrontacional de lo que sugería su desafortunada máquina, pero no hay en él ni un átomo de examen de fondo de sus convicciones, sino disquisiciones tácticas acerca de cómo relacionarse con el gobierno. Prefiere que esa relación sea “institucional”, esto es, colectiva, de bloque, de patota, sin darles permiso a los miembros de las bancadas para pensar por su cuenta. Es, una vez más, el tema del poder: si nos desgranamos al por menor, quedaremos en la inopia al por mayor. Es lo que de seguro está pensando Quintana y en eso tendrá razón muy a su pesar porque, efectivamente, se van a desgranar y quedar en la inopia aunque no por las astucias de Chadwick o Piñera, sino por la inanición mental de una sensibilidad incapaz de repensarse, renovarse, examinarse.

Canje

De ese desconcierto también ha dado pruebas la sonriente, campechana y ladina propensión a los errores de Guillier. Invitado a La Haya para vitorear la defensa de Chile, ha propuesto canjear tierra por mar ayudando de ese modo a la defensa de Bolivia. Cree, al parecer, que son sustancias idénticas capaces de ser medidas con las mismas huinchas métricas. A él se sumó Jorge Pizarro, quien sacó la voz hablando de negociar algún día una “salida al mar sin soberanía”. ¿No sabe que eso ya existe en la forma del ferrocarril Arica-La Paz y las facilidades portuarias? Pizarro, como Guillier y el resto de sus camaradas, hablan a tontas y a locas porque habitan en un desconcierto, el cual, dicho sea de paso, no nació de la derrota sino al revés, la derrota surgió del desconcierto. Des-concierto, esto es, falta de coherencia -e inteligencia- para examinar los temas, defecto a su vez derivado de una ausencia de ideas efectivas sobre las cuales apoyarse. En su raíz dicha debilidad intelectual es el incivil eructo de un marxismo a medias digerido, derivativo, injertado, amputado y repleto de las vacilaciones posmodernas propia de una doctrina que tiene mucho más de jeremíada de los profetas judíos del Antiguo Testamento que de ciencia. Es una visión mesiánica en la que una clase elegida viene a salvar la galaxia.

Siendo defectuosa, teóricamente indefendible y empíricamente inspiradora de los regímenes más ineptos y criminales de la historia, ¿qué podría salir de allí que venga a cuento y fundamente el llamado progresismo? Y sin esta doctrina, ¿en qué se apoyaría dicho progresismo?

La derecha

La derecha no experimenta ese agónico problema. Está en el poder, se siente confiada y nunca requirió mucha teoría que pueda caer en el descrédito porque su devoción, de modo aún más económico que el budismo proponiendo un “óctuple sendero”, consta de uno solo, el de la propiedad y libertad privada a todo evento. No se necesita mucho discurso para afirmarse bien cuando se sabe, aunque sea sin las ecuaciones de Newton, que las cosas caen por su propio peso. 
Esa es también su debilidad: no ofrece mucho glamour ni la salvación eterna. Es lo que doña Juanita quiere cada 10 años, cuando ya reventó su tarjeta de crédito. Ya se verá el 2028. ¿O el 2022?

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