jueves, 16 de agosto de 2018

El rey dormía…


Según el filósofo inglés Roger Scruton, para los optimistas políticos – los progresistas– todo fracaso es resultado de “una conspiración que usurpó el proceso de liberación y lo dirigió hacia otro destino”.


Encarando una delegación de indignados indígenas al borde de la revuelta, los oficiales del destacamento francés que en el siglo XVIII ocupaba parte de la actual Norteamérica justificaron, cierta vez, del siguiente modo los desaciertos de las autoridades locales y las brutalidades de los comerciantes de pieles: “el rey”, les dijeron, “no se había enterado de nada porque dormía, pero ahora, ya despierto, pondrá remedio…”. Es tal vez el ejemplo más descarado de la historia del aprovechamiento de la falacia antropocéntrica, aun hoy vigente, de personalizar favorable o negativamente fenómenos cuyo origen y sustancia es impersonal. Los partidarios de la URSS y del socialismo no hacían otra cosa cuando para justificar hecatombes que ya no era posible negar les endosaban los estropicios al líder anterior; todo se debía a que había promovido el “culto a la personalidad”.

Un detalle: ese reproche, absurdo y oportunista, sólo llegaba a materializarse cuando el líder había caído en desgracia, pero no antes, cuando solo había caído en el culto; hasta el creyente más obtuso no carece de instinto de supervivencia. Sin embargo, aunque muy despiertos para sobrevivir, sabían dormir para profitar y entonces a ojos cerrados no querían ver el hecho de ser el régimen la fuente tanto de los desastres como del culto, no viceversa. Lo prueba hoy, en versión de caricatura, el caso de Norcorea. De hecho todas las organizaciones verticales concentran el poder en la cumbre, lo cual desata una irresistible tendencia a la idolización del titular por parte de la feligresía, de hipocresía por parte de los cortesanos y de asombrosos niveles de histrionismo y farsa por parte de todos. En eso termina el pasarse la vida prosternándose ante el Ser Supremo. En dichas sociedades la adoración se mete al lecho con el temor y procrea un prolongado ejercicio de servil obsecuencia, aceptación de la más burda propaganda y la creencia -o simulación de ella- de que los logros se deben al genio del jefe y los fracasos a la conspiración y sabotaje del enemigo.

El exembajador

Dicha obsecuencia de doble faz no solo se constituye en rutina de conducta, sino en hábito de pensamiento. Es muy usual en los amamantados (as) por alguna vertiente del progresismo. Es el caso del exembajador en Caracas durante el gobierno de la Gran Legataria de Chile. Regresó decepcionado de lo que vio en Venezuela y habla incluso de haber allí una dictadura, pero achaca los problemas no al régimen sino a Maduro. En la narrativa del diplomático, Chávez fue un líder de verdad que devolvió a las masas su dignidad, etcétera, pero he aquí que vino Maduro y lo echó todo por la borda. Como buen feligrés lesionado en su fe pero no convencido de que su Dios no existe ni tampoco el profeta, se guarda de vocear su descubrimiento, aunque informa de eso a quien lo solicite; es su versión del adagio “el socialismo se critica en privado, nunca en público”.

Es también la mirada típica de la izquierda, desde siempre alimentada por un optimismo delirante e inconmovible. Según el filósofo inglés Roger Scruton, para los optimistas políticos -los progresistas- todo fracaso es resultado de “una conspiración que usurpó el proceso de liberación y lo dirigió hacia otro destino”. Más o menos así lo ve el diplomático, salvo que ni Chávez ni Maduro son víctimas de una conspiración sino autores de un descalabro. 
¿Quién conspiraría contra el socialismo bolivariano, rodeados como están de naciones impotentes y políticos comprados?
 Tampoco son distintos. Solo difieren en cuándo llegaron al poder, el primero contando con reservas para malgastar y el segundo ya no. Ambos son hijos putativos de las mismas ideas que los encaramaron y padres del tinglado de poder con que se atornillaron.

Nada de eso cuenta para nuestro ex embajador. De seguro preserva la visión maniquea de su sector y acaricia también la doctrina, vigente desde la época de los hermanos Graco (133 a.C., Roma), consistente en acogotar a los “súper ricos” y repartirle los despojos al pueblo. Posiblemente culpa de todo al imperialismo, ve sabotajes y conspiraciones por doquier, detesta o desprecia a los “burgueses” y respira por una herida recibida hace mucho. El exembajador se equivoca: Chávez y Maduro son tan iguales entre sí como lo son los indistinguibles Teillier, Pizarro, Vallejo, Huenchumilla y en especial los Navarro y los Quintana. O usted, Monsieur l’ambassadeur. Misma mirada, mismos clichés, mismo fracaso.

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