domingo, 25 de agosto de 2019

Perdón, perdón, perdón


Por Fernando Villegas - Agosto 21, 20191

Perdón, Perdón, Perdón…

Todo el mundo anda, en estos tiempos tan rebosantes de justicia y rectitud, solicitando lastimeramente perdón por pecados cometidos o que se sospecha se cometieron. Una fábrica de cerveza acaba de hacerlo por sus chistes “sexistas” y un político demócrata candidato a ser candidato a la presidencia de Estados Unidos lo ha hecho por dichos o posturas de hace 20 o más años, por entonces insignificantes en su inocencia e irrelevancia, pero ahora, en tiempos celosos en la defensa de la  dignidad de los géneros, transgéneros, sensibilidades alternativas, etc, etc, constituyen pecado mortal. A quienes no se les exige pedir perdón -quizás porque aun no se descubre que a los 14 años contaban y oían chistes acerca de los homosexuales–  pero que lamentablemente estén cerca de un pecador, a estos se les demanda tácitamente que se apresuren en empujar al canalla al abismo, a rechazarlo, expulsarlo, hacerlo blanco de miradas condenatorias, de gestos de repulsión, de vistosas demostraciones indirectas de estar junto y en coincidencia no con los acusados sino con los acusadores. En el espíritu de estos últimos, los aun no puestos en la lista negra, era de esperarse que reinara, como reina triunfal, el oportunismo y la cobardía; todavía no están los tiempos para que alguien les pida cuentas por su lastimosa, vergonzosa obsecuencia. Tal vez eso suceda en 10 años más.

En efecto, si hay algo peor que la necia arrogancia, fenomenal estupidez, ciego fanatismo, obsesión y malicia de los perseguidores en tiempos de persecuciones es la actitud que adoptan quienes aun no son perseguidos pero temen serlo. Aterrados de que eso ocurra hurgan constantemente su álbum de recuerdos en busca de algún hecho o dicho cometido aun en la más tierna infancia, cualquier fruslería que pueda inculparlos y en el proceso de hacer dicha revisión convierten en abominaciones actos que, en su oportunidad, carecían de toda culpa, fueron cometidos con plena inocencia y/o simplemente siguiendo las costumbres del momento. Un piropo, una casual mirada al trasero, un chiste de mal gusto espetado frente a dos o tres damas, una broma sobre afeminados, cualquier cosa de esa clase de hace muchos años atrás  puede entrañar perderlo todo en cinco minutos. La antigüedad del hecho y por tanto el teórico anacronismo de una posible acusación importa muy poco: para el acusador, para los perseguidores, para los “justos” de estas épocas de “renovación espiritual”, el tiempo no existe, el pasado es pleno presente, la culpa es retroactiva.



En vistas de ese escenario y atmósfera que lo invade todo como una neblina pestilente pero, presuntamente, con olor a sacristía e incienso, se desarrolla un clima aun peor que el descrito por Orlando Figues en “Los que Susurran”, libro en el que se describe la atmósfera imperante en la Rusia Soviética, época y lugar cuando y donde por temor a la delación que pudiera conducir al Gulag o al balazo en la nuca las críticas o posibles críticas o cualquier cosa que pudiera ser interpretada como tal  por la policía o los vecinos, deseosos de comprarse una garantía a costa del prójimo, era apenas susurrada. El clima actual es aun peor porque lo susurrado -si acaso se llega a tanto atrevimiento- no es una crítica política que pudiera tener sentido y consecuencias, sino un simple chiste, un comentario obsceno, cualquier banalidad interpretable por los escudriñadores como un ataque machista, homofóbico, xenofóbico, racista, sexista, etc, etc.



En vistas de eso el ciudadano aun no acusado tiene a su disposición no el susurro sino el silencio y además, si desea una garantía adicional de que no será acusado, puede sumarse al coro de los acusadores y a la horda de los perseguidores del mismo modo como en un colegio los cobardes se convierten en aduladores y acompañantes del matón del curso para eludir la probabilidad de que los tome como blanco de sus abusos. Cuando eso ocurre, cuando masas ciudadanas se desviven por pasar colados y/o sumarse a la horda, cuando toda insignificancia puede ser delatada, condenada y sancionada, cuando el miedo es cosa diaria y motiva las peores cobardías, cuando el fingimiento y la simulación se convierte en norma, cuando el lenguaje se deja embalsamar dentro de un sistema de frases políticamente correctas, en breve cuando todo eso ocurre entonces la atmósfera de la sociedad se hace no sólo pestilente en su mentira e hipócrita piedad, en su actitud santurrona y en la irrupción masiva de envidias y rencores disfrazados de santidad evangélica, sino además completamente intolerable para quienquiera guarde aun en su alma siquiera un gramo de decencia y sentido común.

…Y es lo que vivimos hoy en Chile.

jueves, 8 de agosto de 2019

Landerretche, el listo!


Oscar Landerretche posee una virtud muy escasa en su sector y en verdad casi inexistente en cualquiera: es inteligente. Inteligente significa, en política, que se es capaz de mirar desde y hacia “fuera” de la política, esto es, fuera de los estrechos límites de la disputa por el poder, la cansina repetición de consignas, la rumiación de clichés, las ambiciones descaradamente personalistas y por sobre todas las cosas por encima de las ideologías, esto es, de esas desdichadas aglomeraciones de ideas mal digeridas y aun no excretadas que con la porfía pegajosa con que un chicle se pega en la suela de los zapatos se obstinan en ofuscar el sentido común y no tienen otra vitalidad que la tóxica para exacerbar las diferencias, luego las hostilidades, finalmente el odio.

Landerretche, se supone, es socialista, pero, ¿qué es ser socialista HOY si no se es necio? Si se es, se sigue siendo socialista como ya se era de adolescente algo idiota; si sólo se cree serlo, se sigue uno proclamando socialista por no darse la molestia y quizás la angustia de investigar a fondo si realmente se es; si no se es ni se cree serlo, se sigue proclamando ser socialista sólo en el sentido como uno se proclama “soy amigo de mis amigos” años después que no se los ve, no se los llama, no se comparte nada con ellos y posiblemente estén ya muertos. Es una mera cuestión de inercia y de cortesía a lo que se agrega el deseo de no manifestar abiertamente una ruptura con quienes alguna vez fueron nuestros camaradas y compartimos ilusiones, pololas, bailoteos y tomateras.

Oscar L. debe ser de la última categoría. Es demasiado listo para seguir creyendo, si alguna vez realmente creyó, en el socialismo como modelo social, político y cultural. O en todo caso reconoce desde hace mucho tiempo que dicho experimento esta ya muerto o lleva, a lo más, una letárgica vida no más avispada que la de un zombi y arrastrando, en su estela, desolación y miseria. Pero si bien lo reconoce, no lo proclama. A diferencia de las niñas comunistas que en su candor se declaran más creyentes que nunca en el socialismo, Landerretche, como otros, se limita a “ser” socialista sin más pasión y compromiso que el de un anciano miembro de club social de provincia que visita todavía la sede, pero menos con ganas que por desgana de otra cosa, menos por pasión que por aburrimiento, menos para hacer algo que para no hacer nada intercambiando vaciedades con quienes, después de todo, ha tomado y fiesteado toda la vida.



En eso Landerretche no es distinto a muchos otros, incluyendo a dirigentes, congresales y toda laya de figuras conocidas del socialismo. Como los cardenales de la época de Luis XVI, que ya no creían en Dios, estos fulanos no creen en el socialismo pero, como dichos cardenales, sí creen en las prebendas. El poder, después de todo, es grato por los beneficios que entraña. Daniel de la Vega mencionaba en una de sus felices crónicas a un viejo “luchador social” de los años veinte que, luego de su regreso de un apetitoso pituto diplomático en el Reno Unido, proclamó de vuelta su nuevo credo: nunca más ser pobre.

Por todo eso Landerretche tal vez sea el hombre de los tiempos, el político en condiciones de cuadrar el círculo una vez más en el buen y viejo estilo de la Concertación, esto es, proclamando una cosa absurda y lagrimosa para complacer a los chantas y haciendo otra factible para bien de la nación, pero, ¿lo dejarán serlo? Ya la camarilla política hizo ver su malestar ante la declaración de Landerretche de que quizás no desdeñaría presentarse de candidato a la presidencia de la República. Se le tildó de inmediato de algo así como la encarnación del sueño de las élites. ¿Quién se imagina que es, dijeron, este fulano cuya aspiración no proviene de las “luchas sociales”? Y se agregó que en todo caso una candidatura no puede ser cosa que proclame un individuo, sino debe nacer de un “proceso colectivo”.



¿Proceso colectivo? No se equivoquen con esta lírica expresión; no significa consulta nacional para ver qué quiere la masa ciudadana, sino se refiere a privados procesos de debate interno de los partidos, a los choques entre las máquinas, al confuso y sonoro discurrir de asambleas citadas en un balneario. Todo eso es colectivo, pero sólo en el más estrecho, sectario y auto referente de los sentidos. ¿Y las “luchas sociales”? ¿En qué consisten? Consisten en haber desfilado en la primera fila de una marcha los primeros diez minutos, en proclamarse “actor social “ no frente a bayonetas sino a cámaras y micrófonos, en por enésima vez sacar a relucir las sospechosas glorias de una ya apolillado exilio, en haber sido o ser dirigente sindical. Como Landerretche no puede ostentar ninguna de esas condecoraciones de hojalata, entonces no tiene derecho a manifestarse interesado en la primera magistratura.



Los tiempos del buen sentido pasaron cediendo el espacio a los del delirio y la zalagarda infantil, juvenil y senescente que vemos en estos días, de hecho, desde ya al menos cinco años; la Verdad Revelada del momento aspira a los absolutos, a la República de la Virtud a la Robespierre, a las cacerías de brujas, a los linchamientos, al coro de las letanías progres de hace cien años, pero tal como el período previo se fue, este se desvanecerá. Será eso que se suele llamar “un mal recuerdo”. El sin sentido tiene su hora, pero esta no dura ni treinta minutos. Los síntomas de su decaimiento se ofrecen por doquier por debajo de la gritadera imperante. Landerretche, después de todo, pese a su carencia de “luchas sociales”, tal sea el hombre del próximo avatar político de la nación.

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