Por Fernando Villegas - Agosto 21, 20191
Perdón, Perdón, Perdón…
Todo el mundo anda, en estos tiempos tan rebosantes de justicia y rectitud, solicitando lastimeramente perdón por pecados cometidos o que se sospecha se cometieron. Una fábrica de cerveza acaba de hacerlo por sus chistes “sexistas” y un político demócrata candidato a ser candidato a la presidencia de Estados Unidos lo ha hecho por dichos o posturas de hace 20 o más años, por entonces insignificantes en su inocencia e irrelevancia, pero ahora, en tiempos celosos en la defensa de la dignidad de los géneros, transgéneros, sensibilidades alternativas, etc, etc, constituyen pecado mortal. A quienes no se les exige pedir perdón -quizás porque aun no se descubre que a los 14 años contaban y oían chistes acerca de los homosexuales– pero que lamentablemente estén cerca de un pecador, a estos se les demanda tácitamente que se apresuren en empujar al canalla al abismo, a rechazarlo, expulsarlo, hacerlo blanco de miradas condenatorias, de gestos de repulsión, de vistosas demostraciones indirectas de estar junto y en coincidencia no con los acusados sino con los acusadores. En el espíritu de estos últimos, los aun no puestos en la lista negra, era de esperarse que reinara, como reina triunfal, el oportunismo y la cobardía; todavía no están los tiempos para que alguien les pida cuentas por su lastimosa, vergonzosa obsecuencia. Tal vez eso suceda en 10 años más.
En efecto, si hay algo peor que la necia arrogancia, fenomenal estupidez, ciego fanatismo, obsesión y malicia de los perseguidores en tiempos de persecuciones es la actitud que adoptan quienes aun no son perseguidos pero temen serlo. Aterrados de que eso ocurra hurgan constantemente su álbum de recuerdos en busca de algún hecho o dicho cometido aun en la más tierna infancia, cualquier fruslería que pueda inculparlos y en el proceso de hacer dicha revisión convierten en abominaciones actos que, en su oportunidad, carecían de toda culpa, fueron cometidos con plena inocencia y/o simplemente siguiendo las costumbres del momento. Un piropo, una casual mirada al trasero, un chiste de mal gusto espetado frente a dos o tres damas, una broma sobre afeminados, cualquier cosa de esa clase de hace muchos años atrás puede entrañar perderlo todo en cinco minutos. La antigüedad del hecho y por tanto el teórico anacronismo de una posible acusación importa muy poco: para el acusador, para los perseguidores, para los “justos” de estas épocas de “renovación espiritual”, el tiempo no existe, el pasado es pleno presente, la culpa es retroactiva.
En vistas de ese escenario y atmósfera que lo invade todo como una neblina pestilente pero, presuntamente, con olor a sacristía e incienso, se desarrolla un clima aun peor que el descrito por Orlando Figues en “Los que Susurran”, libro en el que se describe la atmósfera imperante en la Rusia Soviética, época y lugar cuando y donde por temor a la delación que pudiera conducir al Gulag o al balazo en la nuca las críticas o posibles críticas o cualquier cosa que pudiera ser interpretada como tal por la policía o los vecinos, deseosos de comprarse una garantía a costa del prójimo, era apenas susurrada. El clima actual es aun peor porque lo susurrado -si acaso se llega a tanto atrevimiento- no es una crítica política que pudiera tener sentido y consecuencias, sino un simple chiste, un comentario obsceno, cualquier banalidad interpretable por los escudriñadores como un ataque machista, homofóbico, xenofóbico, racista, sexista, etc, etc.
En vistas de eso el ciudadano aun no acusado tiene a su disposición no el susurro sino el silencio y además, si desea una garantía adicional de que no será acusado, puede sumarse al coro de los acusadores y a la horda de los perseguidores del mismo modo como en un colegio los cobardes se convierten en aduladores y acompañantes del matón del curso para eludir la probabilidad de que los tome como blanco de sus abusos. Cuando eso ocurre, cuando masas ciudadanas se desviven por pasar colados y/o sumarse a la horda, cuando toda insignificancia puede ser delatada, condenada y sancionada, cuando el miedo es cosa diaria y motiva las peores cobardías, cuando el fingimiento y la simulación se convierte en norma, cuando el lenguaje se deja embalsamar dentro de un sistema de frases políticamente correctas, en breve cuando todo eso ocurre entonces la atmósfera de la sociedad se hace no sólo pestilente en su mentira e hipócrita piedad, en su actitud santurrona y en la irrupción masiva de envidias y rencores disfrazados de santidad evangélica, sino además completamente intolerable para quienquiera guarde aun en su alma siquiera un gramo de decencia y sentido común.
…Y es lo que vivimos hoy en Chile.