Por Richard Pipes.
(Cieszyn, voivodato de Silesia; 11 de julio de 1923-Cambridge, Massachusetts; 17 de mayo de 2018) fue un historiador, escritor y profesor universitario polaco nacionalizado estadounidense, autor de varias obras sobre la Revolución rusa y la Rusia soviética.
Dada la importancia fundamental de la Revolución Rusa, deseamos ofrecer a nuestros lectores lo que consideramos es una de las consideraciones más conicas, mejor investigadas y reflexivas sobre las causas de la Revolución. Esta breve sección fue escrita por Richard Pipes, profesor Baird de Historia en la Universidad de Harvard y autoridad mundialmente reconocida en historia rusa. Proviene de su libro "Rusia bajo el régimen bolchevique", Vintage Books, 1995, ISBN 0-394-50242-6.
REFLEXIONES SOBRE LA REVOLUCIÓN RUSA.
La Revolución Rusa de 1917 no fue un acontecimiento ni siquiera un proceso, sino una secuencia de actos perturbadores y violentos que ocurrieron más o menos simultáneamente pero que involucraron a actores con objetivos diferentes y en cierta medida contradictorios. Comenzó como una revuelta de los elementos más conservadores de la sociedad rusa, disgustados por la familiaridad de la Corona con Rasputín y la mala gestión del esfuerzo bélico. De los conservadores la revuelta se extendió a los liberales, quienes desafiaron a la monarquía por temor a que, si permanecía en el poder, la revolución sería inevitable. Inicialmente, el asalto a la monarquía no se emprendió, como se creía ampliamente, por fatiga por la guerra, sino por el deseo de llevarla a cabo de manera más efectiva: no para hacer una revolución sino para evitarla. En febrero de 1917, cuando la guarnición de Petrogrado se negó a disparar contra una multitud de civiles, Los generales, de acuerdo con los políticos parlamentarios, con la esperanza de evitar que el motín se extendiera al frente, convencieron al zar Nicolás II para que abdicara. La abdicación, realizada en aras de la victoria militar, derribó todo el edificio del Estado ruso.
Aunque inicialmente ni el descontento social ni la agitación de la intelectualidad radical desempeñaron ningún papel significativo en estos acontecimientos, ambos pasaron a primer plano en el instante en que colapsó la autoridad imperial. En la primavera y el verano de 1917, los campesinos comenzaron a apoderarse y distribuirse entre ellos propiedades no comunales. Luego, la rebelión se extendió a las tropas de primera línea, que desertaron en masa para compartir el botín; a los trabajadores, que tomaron el control de las empresas industriales; y a las minorías étnicas, que querían una mayor autonomía. Cada grupo persiguió sus propios objetivos, pero el efecto acumulativo de su ataque a la estructura social y económica del país en el otoño de 1917 creó en Rusia un estado de anarquía.
Los acontecimientos de 1917 demostraron que, a pesar de su inmenso territorio y su pretensión de ser una gran potencia, el imperio ruso era una estructura frágil y artificial, mantenida no por vínculos orgánicos que conectaran a gobernantes y gobernados, sino por vínculos mecánicos proporcionados por la burocracia, la policía, y ejército. Sus 150 millones de habitantes no estaban ligados ni por fuertes intereses económicos ni por un sentido de identidad nacional. Siglos de gobierno autocrático en un país con una economía predominantemente natural habían impedido la formación de fuertes vínculos laterales: la Rusia imperial era en su mayor parte una urdimbre con poca trama. Este hecho fue observado en su momento por uno de los principales historiadores y figuras políticas de Rusia, Paul Miliukov:
Para hacerles comprender [el] carácter especial de la Revolución Rusa, debo llamar su atención sobre [las] características peculiares, que todo el proceso de la historia de Rusia ha hecho nuestras. En mi opinión, todas estas características convergen en una. La diferencia fundamental que distingue la estructura social de Rusia de la de otros países civilizados puede caracterizarse como una cierta debilidad o falta de una fuerte cohesión o consolidación de los elementos que forman un compuesto social. Se puede observar esa falta de consolidación del agregado social ruso en todos los aspectos de la vida civilizada: política, social, mental y nacional.
Desde el punto de vista político, las instituciones del Estado ruso carecían de cohesión y fusión con las masas populares que gobernaban... Como consecuencia de su aparición posterior, las instituciones del Estado en Europa del Este necesariamente asumieron ciertas formas que eran diferentes de las de Europa del Este. el oeste. El Estado en Oriente no tuvo tiempo de surgir desde dentro, en un proceso de evolución orgánica. Fue traído a Oriente desde fuera.
Una vez que se toman en consideración estos factores, resulta evidente que la noción marxista de que la revolución siempre resulta del descontento social ("de clase") no puede sostenerse. Aunque tal descontento existía en la Rusia imperial, como ocurre en todas partes, los factores decisivos e inmediatos que provocaron la caída del régimen y la agitación resultante fueron abrumadoramente políticos.
¿Fue inevitable la Revolución?
Es natural creer que pase lo que pase tiene que pasar, y hay historiadores que racionalizan esta fe primitiva con argumentos pseudocientíficos: serían más convincentes si pudieran predecir el futuro tan infaliblemente como afirman predecir el pasado. Parafraseando una máxima jurídica conocida, se podría decir que, desde el punto de vista psicológico, el hecho proporciona nueve décimas partes de la justificación histórica.
En su época, Edmund Burke fue ampliamente considerado como un loco por cuestionar la Revolución Francesa: setenta años después, según Matthew Arnold, sus ideas todavía se consideraban "anticuadas y evocadas por los acontecimientos" - tan arraigada está la creencia en la racionalidad, y por lo tanto la inevitabilidad de los acontecimientos históricos. Cuanto más grandes son y más pesadas sus consecuencias, más parecen parte del orden natural de las cosas que es quijotesco cuestionar.
Lo máximo que se puede decir es que era más probable que se produjera una revolución en Rusia que no, y esto por varias razones. De ellos, quizás el más importante fue el constante declive del prestigio del zarismo ante los ojos de una población acostumbrada a ser gobernada por una autoridad invencible; de hecho, veía en la invencibilidad el criterio de legitimidad. Después de siglo y medio de victorias militares y expansión desde mediados del siglo XIX hasta 1917, Rusia sufrió una humillación tras otra a manos de extranjeros: la derrota, en su propio suelo, en la guerra de Crimea; la pérdida en el Congreso de Berlín de los frutos de la victoria sobre los turcos; la debacle de la guerra con Japón; y la paliza sufrida por los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Semejante sucesión de reveses habría dañado la reputación de cualquier gobierno: en Rusia resultó fatal. La desgracia del zarismo se vio agravada por el surgimiento simultáneo de un movimiento revolucionario que no pudo sofocar a pesar de recurrir a una dura represión. Las concesiones poco entusiastas hechas en 1905 para compartir el poder con la sociedad no hicieron que el zarismo fuera más popular entre la oposición ni aumentaron su prestigio ante los ojos del pueblo en general, que simplemente no podía entender cómo un gobernante permitiría que abusaran de sí mismo desde el poder. foro de una institución gubernamental. El principio confuciano de T'ien-ming, o Mandato del Cielo, que en su significado original vinculaba la autoridad del gobernante a una conducta recta, en Rusia derivaba de una conducta contundente: un gobernante débil, un "perdedor", lo perdía. Nada podría ser más engañoso que juzgar a un jefe de Estado ruso según el estándar de moralidad o popularidad: lo que importaba era que inspiraba miedo en amigos y enemigos; que, al igual que Iván IV, merecía el sobrenombre de "Impresionante". Nicolás II cayó no porque fuera odiado sino porque lo despreciaban.
Campesinado.
Entre los otros factores que contribuyeron a la revolución estaba la mentalidad del campesinado ruso, una clase que nunca se integró a la estructura política. Los campesinos constituían el 80 por ciento de la población de Rusia: y aunque apenas participaban activamente en la dirección de los asuntos estatales, de manera pasiva, como obstáculo al cambio y, al mismo tiempo, como amenaza permanente al statu quo, eran un elemento muy inquietante. Es un lugar común escuchar que bajo el antiguo régimen el campesino ruso estaba "oprimido", pero no está nada claro quién lo estaba oprimiendo. En vísperas de la Revolución, disfrutaba de plenos derechos civiles y legales; también poseía, ya sea en forma absoluta o comunitaria, nueve décimas partes de las tierras agrícolas del país y la misma proporción de ganado. Pobres según los estándares de Europa occidental o Estados Unidos, estaba en mejor situación que su padre y más libre que su abuelo, quien probablemente había sido un siervo. Al cultivar las parcelas que le asignaban sus compañeros campesinos, ciertamente disfrutaba de mayor seguridad que los agricultores arrendatarios de Irlanda, España o Italia.
El problema de los campesinos rusos no era la opresión, sino el aislamiento. Estaban aislados de la vida política, económica y cultural del país y, por lo tanto, no se vieron afectados por los cambios que habían ocurrido desde la época en que Pedro el Grande había encaminado a Rusia hacia la occidentalización. Muchos contemporáneos observaron que el campesinado seguía inmerso en la cultura moscovita: culturalmente no tenía más en común con la élite gobernante o la intelectualidad que la población nativa de las colonias africanas de Gran Bretaña con la Inglaterra victoriana. La mayoría de los campesinos rusos descendían de siervos, que ni siquiera eran súbditos, ya que la monarquía los abandonó al capricho de los terratenientes y burócratas. Como resultado, Para la población rural de Rusia, el Estado siguió siendo, incluso después de la emancipación, una fuerza extraña y malévola que cobraba impuestos y reclutaba, pero no daba nada a cambio. El campesino no conocía ninguna lealtad fuera de su hogar y de su comuna. No sentían patriotismo ni apego al gobierno salvo una vaga devoción al lejano zar de quien esperaba recibir la tierra que codiciaba. Anarquista instintivo, nunca estuvo integrado en la vida nacional y se sintió tan alejado del establishment conservador como de la oposición radical. Miró la ciudad y a los hombres sin barba: el marqués de Custine oyó decir ya en 1839 que algún día Rusia vería una revuelta de los barbudos contra los afeitados. La existencia de esta masa de campesinos alienados y potencialmente explosivos inmovilizó al gobierno,
Las tradiciones de servidumbre y las instituciones sociales de la Rusia rural (el hogar familiar conjunto y el sistema casi universal de propiedad comunal de la tierra) impidieron que el campesinado desarrollara las cualidades necesarias para la ciudadanía moderna. Si bien la servidumbre no era esclavitud, las dos instituciones tenían en común que, al igual que los esclavos, los siervos no tenían derechos legales y, por tanto, no tenían sentido de la ley. Michael Rstovtseff, el principal historiador ruso de la antigüedad clásica y testigo ocular de 1917, concluyó que la servidumbre puede haber sido peor que la esclavitud en el sentido de que un siervo nunca había conocido la libertad, lo que le impedía adquirir las cualidades de un verdadero ciudadano: en su opinión, fue una de las causas principales del bolchevismo. Para los siervos, la autoridad era por naturaleza arbitraria: y para defenderse de ella no dependían de apelaciones a derechos legales o morales, sino de la astucia. No podían concebir un gobierno basado en principios: para ellos la vida era una guerra hobbesiana de todos contra todos. Esta actitud fomentó el despotismo: porque la ausencia de disciplina interna y respeto por la ley requería que el orden fuera impuesto desde afuera. Cuando el despotismo dejó de ser viable, sobrevino la anarquía; y una vez que la anarquía siguió su curso, inevitablemente dio origen a un nuevo despotismo.
El campesino era revolucionario sólo en un aspecto: no reconocía la propiedad privada de la tierra. Aunque en vísperas de la Revolución poseía nueve décimas partes de la tierra cultivable del país, anhelaba el 10 por ciento restante en manos de terratenientes, comerciantes y campesinos no comunales. Ningún argumento económico o legal pudo hacerle cambiar de opinión: sentía que tenía un derecho otorgado por Dios sobre esa tierra y que algún día sería suya. Y con él se refería al de la comuna, que lo distribuiría justamente entre sus miembros. La prevalencia de la propiedad comunal de la tierra en la Rusia europea fue, junto con el legado de la servidumbre, un hecho fundamental de la historia social rusa. Significaba que, junto con un sentido poco desarrollado de la ley, el campesino también tenía poco respeto por la propiedad privada.
Obreros.
Los trabajadores industriales de Rusia eran potencialmente desestabilizadores no porque asimilaran ideologías revolucionarias: muy pocos de ellos lo hicieron e incluso fueron excluidos de posiciones de liderazgo en los partidos revolucionarios. Más bien, como la mayoría de ellos estaban a una o como máximo dos generaciones de distancia de la aldea y sólo estaban superficialmente urbanizados, llevaron consigo a la fábrica actitudes rurales sólo ligeramente adaptadas a las condiciones industriales. No eran socialistas sino sindicalistas, y creían que, así como sus parientes del pueblo tenían derecho a toda la tierra, ellos también tenían derecho a las fábricas. La política no les interesaba más que a los campesinos: también en este sentido estaban bajo la influencia del anarquismo primitivo y no ideológico. Además, La mano de obra industrial en Rusia era numéricamente demasiado insignificante para desempeñar un papel importante en la revolución: con como máximo 3 millones de trabajadores (una alta proporción de ellos campesinos empleados estacionalmente), representaban apenas el 2 por ciento de la población.
Hordas de estudiantes de posgrado, dirigidos por sus profesores, tanto en la Unión Soviética como en Occidente, especialmente en Estados Unidos, han peinado asiduamente las fuentes históricas con la esperanza de desenterrar pruebas del radicalismo obrero en la Rusia prerrevolucionaria.
Los resultados son tomos pesados, llenos de acontecimientos y estadísticas en su mayoría sin sentido, que sólo prueban que, si bien la historia es siempre interesante, los libros de historia pueden ser a la vez vacíos y aburridos. Dirigidos por sus profesores, tanto en la Unión Soviética como en Occidente, especialmente en Estados Unidos, han revisado asiduamente las fuentes históricas con la esperanza de descubrir pruebas del radicalismo obrero en la Rusia prerrevolucionaria.
Intelectuales.
Un factor importante y posiblemente decisivo para la revolución fue la intelectualidad, que en Rusia alcanzó mayor influencia que en cualquier otro lugar. El peculiar sistema de "clasificación" de la administración pública zarista excluía a los de fuera de la administración, alejando a los elementos mejor educados y haciéndolos susceptibles a fantásticos planes de reforma social, concebidos pero nunca probados en Europa occidental. La ausencia hasta 1906 de instituciones representativas y de una prensa libre, combinada con la expansión de la educación, permitió a la élite cultural reclamar el derecho a hablar en nombre de un pueblo mudo. No existe evidencia de que la intelectualidad reflejara realmente la opinión de las "masas": por el contrario, la evidencia indica que tanto antes como después de la Revolución los campesinos y trabajadores desconfiaban profundamente de los intelectuales. Esto se hizo evidente en 1917 y los años siguientes. Pero como la verdadera voluntad del pueblo no tenía canales de expresión, en cualquier caso, hasta el efímero orden constitucional introducido en 1906, la intelectualidad pudo con cierto éxito hacerse pasar por su portavoz.
Como en otros países donde carecía de salidas políticas legítimas, la intelectualidad rusa se constituyó en una casta: y como las ideas eran las que le daban identidad y cohesión, desarrolló una intolerancia intelectual extrema. Al adoptar la visión de la Ilustración del hombre como nada más que una sustancia material moldeada por el medio ambiente, y su corolario de que los cambios en el medio ambiente modifican inevitablemente la naturaleza humana, vio la "revolución" no como la sustitución de un gobierno por otro, sino como algo incomparable más. ambicioso: una transformación total del entorno humano con el fin de crear una nueva raza de seres humanos, en Rusia, por supuesto, pero también en todas partes. Su énfasis en las desigualdades del status quo fue simplemente un mecanismo para ganar apoyo popular: ninguna rectificación de estas desigualdades habría persuadido a los intelectuales radicales a abandonar sus aspiraciones revolucionarias. Estas creencias vinculaban a miembros de varios partidos de izquierda: anarquistas, socialistas revolucionarios, mencheviques y bolcheviques. Aunque expresadas en términos científicos, sus opiniones eran inmunes a la evidencia contraria y, por tanto, más afines a la fe religiosa.
La intelectualidad, que hemos definido como intelectuales que ansiaban poder, se mantuvo en una hostilidad total e intransigente hacia el orden existente: nada de lo que el régimen zarista pudiera hacer excepto suicidarse la habría satisfecho. Eran revolucionarios no para mejorar la condición del pueblo sino para dominarlo y rehacerlo a su propia imagen. Enfrentaron al régimen imperial a un desafío que no tenía forma de rechazar salvo empleando el tipo de métodos introducidos más tarde por Lenin. Las reformas, ya fueran las de la década de 1860 o las de 1905-06, sólo despertaron el apetito de los radicales y los estimularon a excesos revolucionarios aún mayores.
Golpeada por las demandas campesinas y bajo el ataque directo de la intelectualidad radical, la monarquía sólo tenía un medio para evitar el colapso: ampliar la base de su autoridad compartiendo el poder con elementos conservadores de la sociedad. Los precedentes históricos indican que las democracias exitosas inicialmente limitaron el poder compartido a las clases superiores: éstas finalmente se vieron presionadas por el resto de la población, con el resultado de que sus privilegios se convirtieron en derechos comunes. Involucrar a los conservadores, que eran mucho más numerosos que los radicales, tanto en la toma de decisiones como en la administración habría forjado una especie de vínculo orgánico entre el gobierno y la sociedad, asegurando la corona de apoyo en caso de disturbios y, al mismo tiempo, aislar los radicales. Algunos funcionarios y particulares con visión de futuro instaron a la monarquía a adoptar esta actitud. Debería haberse adoptado en la década de 1860, en la época de las Grandes Reformas, pero no fue así. Cuando finalmente en 1905 una rebelión nacional la obligó a conceder un parlamento, la monarquía ya no tenía esta opción disponible, porque la oposición liberal y radical combinada la obligó a conceder algo parecido a un sufragio democrático. Esto provocó que los conservadores de la Duma quedaran sumergidos por intelectuales militantes y campesinos anarquistas. porque la oposición liberal y radical combinada la obligó a conceder algo parecido a un sufragio democrático. Esto provocó que los conservadores de la Duma quedaran sumergidos por intelectuales militantes y campesinos anarquistas. porque la oposición liberal y radical combinada la obligó a conceder algo parecido a un sufragio democrático. Esto provocó que los conservadores de la Duma quedaran sumergidos por intelectuales militantes y campesinos anarquistas.
La Primera Guerra Mundial sometió a todos los países beligerantes a inmensas tensiones, que sólo podían superarse mediante una estrecha colaboración entre el gobierno y la ciudadanía en nombre del patriotismo. En Rusia tal colaboración nunca se materializó. Tan pronto como los reveses militares disiparon el entusiasmo patriótico inicial y el país tuvo que prepararse para una guerra de desgaste, el régimen zarista se vio incapaz de movilizar el apoyo público. Incluso sus admiradores coinciden en que en el momento de su colapso la monarquía estaba suspendida en el aire.
La motivación del régimen zarista para negarse a compartir el poder político con sus partidarios y, cuando finalmente se vio obligado a hacerlo, compartirlo a regañadientes y engañosamente, fue compleja. En lo profundo de sus corazones, la Corte, la burocracia y el cuerpo de oficiales profesionales estaban impregnados de un espíritu patrimonial que veía a Rusia como el dominio privado del zar. Aunque en el transcurso de los siglos XVIII y XIX las instituciones patrimoniales moscovitas fueron desmanteladas gradualmente, la mentalidad sobrevivió. Y no sólo en los círculos oficiales: también el campesinado pensaba en términos patrimoniales, creía en una autoridad fuerte e ilimitada y consideraba la tierra como propiedad zarista. Nicolás II dio por sentado que debía mantener la autocracia en confianza para su heredero: la autoridad ilimitada equivalía para él a un título de propiedad que, en su calidad de síndico, no tenía derecho a diluir. Nunca se libró del sentimiento de culpa por haber aceptado en 1905, para salvar el trono, dividir la propiedad con los representantes electos de la nación.
El zar y sus asesores también temían que compartir la autoridad incluso con una pequeña parte de la sociedad desorganizaría el mecanismo burocrático y abriría la puerta a demandas aún mayores de participación popular. En este último caso, el principal beneficiario sería la intelectualidad, a la que él y sus asesores consideraban absolutamente incompetentes. Existía la preocupación adicional de que los campesinos malinterpretaran tales concesiones y se descontrolaran. Y, finalmente, estaba la oposición a las reformas de la burocracia, que, rindiendo cuentas sólo ante el zar, administraba el país a su discreción, obteniendo de ello numerosos beneficios.
Tales factores explican, pero no justifican, la negativa de la monarquía a dar a los conservadores una voz en el gobierno, tanto más cuanto que la variedad y complejidad de los problemas que enfrentaba privaron a la burocracia de mucha autoridad efectiva en cualquier caso. El surgimiento en la segunda mitad del siglo XIX de instituciones capitalistas transfirió gran parte del control sobre los recursos del país a manos privadas, socavando lo que quedaba del patrimonialismo.
En resumen, si bien el colapso del zarismo no fue inevitable, fue posible debido a fallas culturales y políticas profundamente arraigadas que impidieron que el régimen zarista se ajustara al crecimiento económico y cultural del país, fallas que resultaron fatales bajo las presiones generadas por Primera Guerra Mundial. Si existió la posibilidad de tal ajuste, fue abortado por las actividades de una intelectualidad beligerante empeñada en derrocar al gobierno y utilizar a Rusia como trampolín para la revolución mundial. Fueron deficiencias culturales y políticas de esta naturaleza las que provocaron el colapso del zarismo, no la "opresión" o la "miseria".
Nos enfrentamos aquí a una tragedia nacional cuyas causas se remontan profundamente al pasado del país. Las dificultades económicas y sociales no contribuyeron significativamente a la amenaza revolucionaria que se cernía sobre Rusia antes de 1917. Cualesquiera que fueran los agravios que pudieran haber albergado (reales o imaginarios), las "masas" no necesitaban ni deseaban una revolución: el único grupo interesado en ella era la intelectualidad.
El énfasis en el supuesto descontento popular y el conflicto de clases deriva más de preconceptos ideológicos que de los hechos disponibles, concretamente de la idea desacreditada de que los acontecimientos políticos están siempre y en todas partes impulsados por conflictos socioeconómicos, que son mera "espuma" en la superficie de las corrientes que realmente guían el destino humano.
Muere Richard Pipes, polémico y prestigioso investigador de la Revolución Rusa El catedrático de Harvard, una de las máximas autoridades sobre la URSS, fallece a los 94 años Durante la Guerra Fría, fue acusado por sus críticos de exacerbar la tensión Richard Pipes, en Cambridge, el 1 de mayo de 1991. Richard Pipes, en Cambridge, el 1 de mayo de 1991. Bill Greene (AP) Eduardo Lago Nueva York - 19 may 2018 - 21:33 CEST Richard Pipes, prestigioso catedrático de la Universidad de Harvard especializado en la historia de Rusia falleció el pasado jueves en una residencia de ancianos de Cambridge, Massachussetts, a los 94 años de edad. Sus trabajos sobre el régimen bolchevique y la Revolución Rusa, tan rigurosos y exhaustivos como polémicos ejercieron un influjo que trascendió los círculos meramente académicos. Sus ideas, expuestas con elocuencia, erudición y un estilo claro y elegante estaban fuertemente sesgadas por su virulenta, casi irracional actitud de condena hacia los temas que estudiaba. La fascinación de octubre Pipes era un intelectual público que influyó poderosamente en la política seguida por la administración norteamericana durante la Guerra Fría. Nacido en Polonia en 1923 en el seno de una familia judía, en 1939 huyó de la persecución nazi, primero a Italia y después a Estados Unidos. En 1950 se doctoró por Harvard con una tesis sobre los orígenes de la Unión Soviética. De los 25 libros de historia que publicó uno de los más influyentes fue Rusia bajo el antiguo régimen (1974), exhaustivo análisis del carácter ruso en el que examina seiscientos años de contigüidades y continuidades históricas que según él explican el posterior advenimiento de la Revolución bolchevique y la instauración de un régimen de terror presidido por las figuras sucesivas de Lenin y Stalin, en quienes veía la cristalización de una malignidad inherente a ciertos aspectos de la personalidad rusa. Influido por sus tesis, en 1976, Gerald Ford le encargó revisar las recomendaciones de la C.I.A., entonces dirigida por George H. W. Bush, sobre la política a seguir para hacer frente a la Unión Soviética, nombrándolo coordinador de un equipo de expertos. Pipes concluyó que se había subestimado peligrosamente la amenaza implícita que suponían los planes militares de la Unión Soviética, argumento utilizado por Reagan en la campaña electoral que lo llevó a la Presidencia. Una de sus tesis centrales era que los males de Rusia se derivaban del hecho de que no había sido capaz de superar una concepción patrimonial del estado, lo cual llevó a formas de poder como el ejercido por los zares, que además de ser la cabeza visible del estado eran dueños de la tierra y sus habitantes. Según Pipes hay algo en el carácter ruso que lleva a la entronización de figuras despóticas. En una entrevista concedida a este periódico unos meses antes de morir, declaró:
“Los rusos no soportan la debilidad. Nunca han tenido un estado coherente, y la única manera de conseguirlo es instaurar líderes potentes. Todos los héroes de la historia rusa han sido personalidades fuertes: Iván el Terrible, Pedro el Grande, Alejandro III, Stalin, y ahora Putin, un autócrata que cuenta con la aprobación del 85 % de la población". La obra definitiva de Pipes es La Revolución Rusa (1990), monumental estudio de un millar de páginas en la que expone una visión devastadora de lo que supuso el advenimiento del bolchevismo. Preguntado por la huella de la revolución de 1917 con motivo de su primer centenario respondió, categórico:
“No hubo absolutamente nada positivo ni grandioso en aquel acontecimiento. El legado de la Revolución son millones de cadáveres. Arrastró a la humanidad a la Segunda Guerra Mundial y llevó al establecimiento de un régimen de terror sin precedentes.” Sus opiniones lo hicieron acreedor a la animosidad de la izquierda, que lo acusó de exacerbar hasta la crispación la Guerra Fría, a lo que respondió en sus memorias, publicadas en 2003:
“Es cuestión de ética, el mal sólo engendra formas cada vez más siniestras de mal. Esto es algo que conviene tener en cuenta no sólo para entender el pasado, sino para prevenir lo que pueda suceder en el futuro”. |
Richard Pipes: “No hubo nada positivo ni grandioso en la Revolución Rusa”
El historiador, una de las máximas autoridades sobre la URSS, condena radicalmente todo cuanto guarda relación con ese periodo. 27 ene 2017
Considerado una de las máximas autoridades en estudios de historiografía soviética a escala mundial, Richard Pipes (Cieszyn, Polonia, 1923), catedrático emérito de la Universidad de Harvard, es autor de más de 25 volúmenes de historia, entre los que destaca La Revolución Rusa, monumental estudio de mil páginas, originalmente publicado en 1990, considerado uno de los análisis más rigurosos y exhaustivos jamás escritos sobre la Revolución Rusa, cuyo centenario se conmemora en 2017. Pese a su innegable brillantez, el libro no fue recibido de manera unánimemente favorable, dado el radicalismo con que Pipes condena cuanto guarda relación con el fenómeno histórico que estudia. La entrevista tiene lugar en su casa de Harvard, una mansión de aspecto profesoral situada en una calle recogida, un día lluvioso. Pipes, de 93 años, es un hombre lúcido y afable, de conversación tranquila. En el vestíbulo de su casa se acumulan cajas llenas de papeles manuscritos, las notas de toda una vida dedicada a la investigación, que pronto serán trasladadas a la biblioteca de Harvard con la idea de reunirlas en un archivo que llevará el nombre del prestigioso profesor.
PREGUNTA. El año 2017 marca el centenario de la Revolución Rusa, uno de los acontecimientos clave del siglo XX. ¿Cuál es el legado de un fenómeno de semejante envergadura histórica?
RESPUESTA. Millones de cadáveres. La Revolución Rusa fue uno de los sucesos más trágicos del siglo XX. No hubo absolutamente nada positivo ni grandioso en aquel acontecimiento. Entre otras cosas, arrastró a la humanidad a la II Guerra Mundial. Los sóviets establecieron un régimen de terror sin precedentes. No tuvieron ningún escrúpulo a la hora de establecer una alianza con los nazis en la II Guerra Mundial. Hitler no se hubiera atrevido a iniciar las hostilidades si Rusia no hubiera estado a su lado.
P. ¿Cómo se hizo historiador?
Los rusos no soportan la debilidad. Les gustan los líderes fuertes. Todos los héroes de la historia del país son figuras fuertes
R. La historia me ha interesado desde niño. Mis padres, judíos polacos, abandonaron el país huyendo de los nazis. Uno de mis últimos recuerdos es cuando vi a Hitler desde el balcón de mi casa, desfilando triunfalmente por las calles de Varsovia, días después del comienzo de la ocupación de Polonia. Cuando llegamos a EE UU me matriculé en un college de Ohio. Durante la guerra me destinaron a una unidad especial de estudios y aprendí ruso en tres meses. Ingresé en Harvard en 1946, y allí me matriculé en Historia, especializándome en estudios soviéticos, que entonces era un campo muy abierto en el que hacían falta especialistas. La historia explica cómo hemos llegado al lugar donde nos encontramos. Si se quiere entender EE UU, comprender la textura de la mentalidad del país, es absolutamente imprescindible estudiar su historia. La historia nos explica el medio en el que nos movemos y vivimos.
P. El curso de la Revolución Rusa lo determinaron las figuras formidables de Lenin y Stalin, que usted estudia en profundidad. ¿Podría compararlas?
R. Stalin tomó a Lenin como modelo, pero sus personalidades eran totalmente distintas. Lenin inicia la revolución y Stalin acaba con ella. Los dos fueron responsables de la muerte de muchos seres humanos, aunque la balanza se inclina pavorosamente del lado de Stalin por lo que al número de víctimas se refiere. Básicamente, Lenin era indiferente a la vida humana; si tenía que disponer la muerte de alguien, lo hacía sin problemas, pero Stalin disfrutaba decretando el exterminio de millones de personas. Tenía instintos sádicos. Lenin era un idealista, fanático en grado superlativo, creía a ciegas que la abolición del capitalismo y el advenimiento del socialismo extenderían la revolución por todo el mundo. Su muerte tiene algo de trágico: murió decepcionado, perfectamente consciente de que el sueño de la revolución había fracasado. Stalin, sin embargo, llegó a ver cómo la revolución se extendía a gran parte de Europa. Muchos lugares del mundo abrazaron el comunismo estando él en el poder, pero el régimen que creó traicionó el espíritu de la revolución. Una diferencia importante con respecto a Lenin era que poseía un ego desaforado.
P. Cuando compara a Stalin con Hitler, parece que se desdibujan las diferencias, pese a que sus ideologías eran antagónicas.
R. Los dos fueron responsables directos de la muerte de millones de personas, que perpetraron en nombre de sus ideologías, que se sustentaban sobre premisas radicalmente distintas. El nazismo se apoyaba en la sangre, y el comunismo, en la fe, pero en cuanto a la persecución que cada uno de los dos regímenes llevó a cabo no hubo apenas diferencias. Ambos construyeron campos de exterminio. Stalin también persiguió a gente en virtud de su origen nacional. Y es un hecho que acabaron colaborando. En el balance final, los dos regímenes tienen mucho en común.
P. ¿Cómo explica que Alexandr Solzhenitsin, cuya repulsa al régimen soviético es comparable a la suya, estuviera en total desacuerdo con sus tesis sobre la Revolución Rusa?
R. La raíz de nuestra discrepancia estriba en que para él la Revolución Rusa fue una violación de la historia, un atentado contra el espíritu ruso, mientras que en mi opinión la Revolución Rusa hundía sus raíces en el pasado del país, está profundamente imbricada con su historia.
P. Usted sostiene que en la historia del pueblo ruso hay una larga tradición de admiración por los líderes fuertes, autócratas.
R. Los rusos no soportan la debilidad. Les gustan los líderes fuertes. Hay una razón histórica por detrás de todo esto: el Estado ruso no ha sido nunca suficientemente coherente, y la única manera de darle coherencia es mediante la intervención de un líder potente. Todos los héroes de la historia rusa son personalidades fuertes: Iván el Terrible, Pedro el Grande, Alejandro III, Stalin, y ahora Putin, un autócrata que cuenta con la aprobación del 85% de la población.
Ser presidente de EE UU requiere ciertas cualidades de las que Trump carece
P. ¿En qué consistió su trabajo como asesor de Ronald Reagan?
R. Me nombró miembro del Consejo Nacional de Seguridad para cuestiones relacionadas con la Unión Soviética y Europa Oriental.
P. ¿Qué era el Equipo B, creado por usted?
R. Un equipo de trabajo integrado por expertos que realizaban labores de inteligencia para la CIA en relación con el futuro de la Unión Soviética. Complementaba el trabajo del Equipo A, que realizaba directamente la CIA.
P. ¿Cree que Reagan aceleró la caída del imperio soviético?
R. Sí, aunque el régimen soviético cayó por razones internas, no por influencia externa de ninguna clase. Reagan no provocó el colapso, el colapso vino de dentro.
P. Reagan fue su presidente favorito. ¿Qué opinión le merece Obama?
R. Es un hombre débil, y su política exterior, muy desacertada.
P. ¿Qué piensa de Donald Trump?
R. Tengo una opinión muy baja de él. Me gustaría que me decepcionara y resultara ser mejor de lo que creo que es; tiene un ego desaforado, que me recuerda mucho a ciertos dictadores europeos. Es totalmente distinto a todos los presidentes americanos que yo haya estudiado jamás. Soy republicano, pero en las últimas elecciones voté demócrata. Ahora mismo EE UU atraviesa una crisis gravísima, de la que la elección de Trump es un síntoma inequívoco. Hace 20 o 30 años eso no hubiera podido suceder. Me resulta incomprensible que la gente le haya votado y no sé qué esperan que haga. Ser presidente de EE UU requiere ciertas cualidades de las que Trump carece.
P. ¿Qué va a pasar?
R. Lo van a echar, es capaz de violar la Constitución.
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Richard Pipes y la revolución bolchevique.
Nos cuenta Pipes, en la breve introducción a esta colección de documentos (cien concretamente), extraídos del fondo de los archivos soviéticos recientemente abiertos, que se había considerado oficialmente «completa» la quinta edición de las obras de Lenin, en cincuenta y cinco tomos, aparecidos entre 1958 y 1965. Pero con la apertura de archivos del postcomunismo han aparecido nada menos que 6.724 documentos no publicados de Lenin, de los cuales casi la mitad plantean el problema de su atribución segura. Pipes se muestra convencido de que aparecerán más, a pesar de la obsesión por el secreto del artífice de la Revolución rusa y de su continuo esfuerzo por controlar y destruir aquellos que consideraba comprometedores.
Son precisamente algunos de éstos los que integran la selección que Pipes ha llevado a cabo. A través de ellos, pueden constatarse toda una serie de aspectos iluminadores, aunque no desconocidos, de la política y de la personalidad del Lenin gobernante.
Veamos tan sólo algunos ejemplos: Lenin y Stalin autorizaron el primer desembarco aliado que tuvo lugar en el puerto de Murmanskm, en el Mar Blanco, durante la primavera de 1918. El objetivo fue tratar de compensar la contundente presión alemana que rodeó las angustiosas negociaciones de la paz de Brest-Litovsk, firmada por esas mismas fechas, y en la que Lenin se entregó incondicionalmente a Alemania para salvaguardar el poder bolchevique. Sin embargo, la presencia de tropas anglo-francesas en territorio ruso durante la guerra civil se ha presentado siempre como la demostración de una intervención imperialista multiforme contra el bolchevismo. Eso no impidió que, cuando en el verano de 1920 el Ejército Rojo se encontraba a las puertas de Varsovia, al término de la guerra civil rusa, Lenin alimentase las más locas ilusiones respecto al desencadenamiento definitivo de la revolución en Alemania y, cercano ya a la alucinación, en Gran Bretaña, al mismo tiempo que, junto a Stalin, estudiaba la posibilidad de avanzar con otro ejército por el sur sobre Checoslovaquia, Hungría y Rumania, hasta la mismísima Italia. Toda una prefiguración, pues, del futuro imperio de las «democracias populares».
Otros documentos tienen que ver con la psicología del personaje. Fuera de los integrantes de su círculo inmediato, Lenin careció de sensibilidad para el sufrimiento humano. No movió un dedo contra las conductas antisemitas y otras muestras de barbarie del Ejército Rojo que les denunciaron diferentes informes, pero se dedicó con ahínco a confeccionar listas de intelectuales, durante la etapa supuestamente liberal de la Nueva Política Económica (NEP), en colaboración con la policía política, entonces bajo las siglas GPU, para exiliar a los que consideraba más peligrosos.
Martin Malia, otro de los principales estudiosos norteamericanos del bolchevismo, hizo en su momento un balance no muy entusiasta de este libro de Pipes, a cuyos planteamientos se encuentra, por otra parte, bastante próximo. Su crítica fundamental consistía en que Pipes interpretaba el bolchevismo como una restauración del patrimonialismo y el despotismo tradicionales del estado ruso, con relación a lo cual la ideología marxista constituía un simple epifenómeno.
De ese modo Pipes subestimaba la fundamental condición de ideólogo fanático de Lenin. Malia también consideraba ingenuo creer que, por echar algunas manchas en su icono, iba a alterar el balance «globalmente positivo» que el fundador del bolchevismo, por contraposición a Stalin, disfruta todavía en la versión justificadora de la Revolución rusa que predomina en Occidente.
History of the Russian Revolution, de Pipes, un excelente resumen de unas cuatrocientas páginas, de las alrededor de mil quinientas de apretada letra que ha dedicado al proceso histórico ruso desde el comienzo del reinado de Nicolás II, en 1898, hasta la muerte de Lenin, en 1924. Al fin y al cabo, entre nosotros, las grandes obras dedicadas a la historia del bolchevismo siguen siendo las de Edward Hallet Carr (de la que se ha llegado a escribir que lo mejor eran las notas), y las de Isaac Deutscher, traducidas a finales de los años sesenta y durante los setenta. Tómese quienquiera la molestia de repasar de este último, por ejemplo, su breve y brillante ensayo La revolución inconclusa y, sin perjuicio de su enfoque crítico, dentro del marxismo, y de su calidad de estilo, comprobará hasta qué punto está idealizada la naturaleza del régimen bolchevique y es imposible explicarse su hundimiento desde las premisas que Deutscher establece. Nada muy distinto ocurre con la de Carr.
La lectura de Pipes es más que recomendable, por tanto, con estos antecedentes, y su efecto puede compararse al que produce la de François Furet sobre la Revolución francesa y su proyección política e intelectual a lo largo del siglo XIX en el país vecino. Ciertamente son estilos muy distintos; conceptual y muy elegante el de Furet, en el que resulta evidente la impronta tocquevilliana; sencillo y empirista el de Pipes, que recurre a la superabundancia informativa para fundamentar su intención crítica. El resultado final es, sin embargo, muy similar: ambos llevan a cabo una remoción contundente, hasta desmoronarla, de lo que Furet llamó «vulgata marxista» a la hora de explicar ambos acontecimientos y sus consecuencias.
Centrándonos en Pipes, su empirismo no significa que carezca de premisas teóricas y metodológicas y que no las declare, sino todo lo contrario. Él pronuncia una condena moral explícita del régimen bolchevique porque violó sistemáticamente el imperativo categórico kantiano según el cual las personas deben ser tratadas siempre como fines y no como medios. A pesar de lo dicho por Malia, para Pipes, el bolchevismo, como primera manifestación del régimen totalitario (a cuya comparación con el fascismo italiano y con el nacionalsocialismo alemán dedica un capítulo) fue el fruto de la interrelación entre el marxismo y las tradiciones patrimoniales y absolutistas del Estado ruso.
En un segundo escalón, Pipes establece otra distinción fundamental: la de febrero de 1917 en Petrogrado, que determinó la abdicación de Nicolás II, sí fue una revolución, pues en ella confluyeron un malestar social difuso y los designios encontrados de todas las fuerzas políticas, coincidentes, no obstante, en desembarazarse del zar. Pero la de octubre de ese mismo año, fue un golpe de Estado, urdido a caballo de una anarquía social creciente y aterradora y desde el más absoluto desprecio a los intereses de Rusia como nación, pero también de la propia democracia soviética que se pretendía hacer triunfar.
Para Pipes, que analiza el intenso desarrollo económico experimentado por Rusia desde los años noventa del pasado siglo hasta la guerra de 1914 y los profundos cambios que acarreó en una sociedad todavía agraria y muy primitiva, la revolución bolchevique no fue un estallido social, resultado de causas económicas, sino producto del aprovechamiento, por razones doctrinales, de la quiebra de un Estado, minado por las exigencias imprevistas y crecientes de la Primera Guerra Mundial, que ya antes carecía de una legitimación política y cultural mínimas. Para entender esa falta de legitimidad, Pipes establece dos referencias de fondo. Una describe el gobierno burocrático zarista, la división de los funcionarios entre defensores de los métodos policiales y la arbitrariedad, parapetados en el Ministerio del Interior, y aquellos vinculados a las tareas del desarrollo económico, agrupados en el Ministerio de Finanzas, partidarios igualmente de un gobierno autoritario, pero atenido estrictamente a sus propias leyes y gradualmente abierto a la participación en el gobierno de las élites sociales. En el centro estaba el zar.
Nicolás II, como Luis XVI, detestaba la política. Persona de modales impecables, según todos los que lo conocieron, fue incapaz, sin embargo, de concebir su oficio de otro modo que como autócrata; del mismo modo que Luis XVI tampoco supo imaginar el suyo fuera de los esquemas de la sociedad estamental.
El otro elemento de referencia fundamental para Pipes es el de la inmensa masa campesina, más del 80% de la población. Apegada profundamente al orden de la comuna agraria, Pipes presta especial atención al tipo de actitudes que aquélla generaba en la inmensa mayoría de los campesinos: hostilidad hacia el individualismo, la propiedad privada y el enriquecimiento por otra vía que no fuera el mayor número de hijos. Por otra parte, los campesinos rusos carecían de ayuntamientos, que es tanto como decir que les era ajena la versión más elemental de conceptos como el de patriotismo, ley o representación política. Para ellos o el poder era férreo y arbitrario o no existía, en cuyo caso derivaban hacia la anarquía, es decir, hacia el engullimiento dentro de las comunas agrarias de todas las tierras explotadas comercialmente o poseídas de forma individual. Fue lo que ocurrió entre febrero y octubre de 1917, y lo que los bolcheviques sancionaron. Su sueño se completaba con la desaparición del Estado y de las ciudades.
Entre el Estado zarista y la masa campesina, políticamente, no había nada. Hasta que ese vacío trató de rellenarlo la intelligentsia revolucionaria, desarraigada, dividida en tendencias políticas opuestas, desesperadamente minoritaria, violenta o condescendiente con la violencia. Cuando la crisis política estalló en 1905, ya no se cerró. El motivo, para Pipes, fue que la monarquía limitada con un primer parlamento representativo o Duma, que estableció el manifiesto imperial de octubre de aquel año, además de llegar con retraso excesivo, no fue aceptada lealmente ni por el zar y los elementos nacionalistas y antisemitas, ni por las tendencias revolucionarias de la intelligentsia. Cobran gran interés, a este respecto, los análisis de la política de reformas del conservador Arcadi Stolypin, del lado del poder, y la trayectoria del partido demócrata-constitucional (kadet), el más importante, con diferencia, de la oposición democrática en las sucesivas Dumas.
Con el asesinato de un Stolypin, ya en precario, en 1911, la dirección política del Estado se vino progresivamente, sobre todo con la guerra, abajo. El zar, aislado y desprestigiado, abandonó Petrogrado y se refugió en el Estado mayor, y la dirección de la política quedó en las manos indescriptibles y de la zarina y Rasputín. En vísperas de febrero de 1917, el Consejo de ministros ni se reunía; la censura de guerra no funcionaba.
En ese sentido, los meses de los gobiernos provisionales, con Lvov, Miliukov y Kerenski, no fueron sino la prolongación acentuada de la impotencia anterior. Los soviets de obreros y soldados, incapaces de gobernar, se limitaron a sancionar el fin de la disciplina militar y social. Atenazados entre las exigencias de la guerra y la urgencia de las reformas, los partidos de la coalición democrática, kadets (hasta mayo), socialistas-revolucionarios y mencheviques, trataron de ganar tiempo, con el prejuicio de no dar bazas a la contrarrevolución.
Sobre este asunto, una de las partes más asombrosas del relato de Pipes es la referida al equívoco del golpe de Estado del general Kornílov y el modo en que lo explotó Kerenski con el objetivo de convertirse en el héroe indiscutible de la democracia rusa. Una actitud, esa de no dar bazas a la contrarrevolución, que los bolcheviques y Lenin en particular explotaron sin contemplaciones para conquistar el poder y después para conservarlo.
Para Pipes, Lenin alentó siempre la conquista violenta del poder. Primero, mediante manifestaciones tumultuarias en los meses de mayo y julio, luego, en octubre, recurriendo a un golpe militar organizado. Con relación a esa constante, el papel atribuido a los soviets fue el resultado de una pura manipulación, sin otro objetivo que la sanción ex-post de lo hecho por la vanguardia revolucionaria.
Sus adversarios democráticos nunca se atrevieron a pensar que la contrarrevolución (en tanto que enemigos mortales del gobierno representativo y de la autonomía de la sociedad civil) eran los bolcheviques, y lo pagaron caro. Es más, la mayoría de los rusos no se convencieron de que los bolcheviques habían conquistado el poder para quedarse, hasta que disolvieron la Asamblea constituyente, tras una única jornada de reunión en la que llegaron a escupir a sus adversarios.
En las elecciones a la constituyente, los bolcheviques obtuvieron el 24% de los votos, frente al 47% de los socialistas-revolucionarios, el 14 de los kadets, y el 2% de los mencheviques. Vino entonces la conquista del país, manu militari, por Lenin y sus partidarios.
La representación sin contemplaciones para imponerse, a la que no se atrevió el zar y, menos todavía, los gobiernos provisionales, la aplicaron ellos. Con razón concluye Pipes que la condición de Lenin no fue la de estadista, sino la de general y conquistador.
Sus grandes hallazgos fueron la militarización de la política y el no distinguir entre la interior y la exterior en cuanto animosidad y falta de escrúpulos con el enemigo mortal por definición. Los principales instrumentos del éxito fueron el Partido Comunista y la Cheka; en menor medida, el Ejército Rojo.
Entre los dos primeros sumaban unos ochocientos mil activistas, más unidos, disciplinados y motivados que sus dispersos y divididos adversarios. Todo lo que no se sometió, como gran parte de la oficialidad y los funcionarios zaristas, o no era útil al poder bolchevique, fue exterminado: la familia imperial en pleno y todo Romanov que no hubiera huido, la estructura jurídica y legal, la prensa de la oposición, el valor del dinero por una inflación galopante, la resistencia de los campesinos a una brutal política de exacciones a cambio de montañas de papel sin valor, la autonomía y la representatividad de los soviets y de los sindicatos, los partidos de oposición, sin exceptuar a mencheviques y socialistas-revolucionarios que apoyaron a los bolcheviques durante la guerra civil.
El resultado fue una hambruna, entre 1921 y 1922, que se llevó por delante a unos diez millones y medio de personas, en particular en Ucrania, y que hubo que combatir, finalmente, con la ayuda internacional en la que ocupó un primer plano la norteamericana, al final calumniada como injerencia imperialista. Esa situación y la desafección evidente de las antiguas bases del poder bolchevique, representada por la rebelión de los marinos de la base naval de Kronstadt, impusieron la Nueva Política Económica (NEP).
Un repliegue táctico que supuso el retorno al mercado de la agricultura y de una parte del comercio y de la industria, sin perjuicio del monopolio estatal en los denominados sectores estratégicos. Lo significativo fue, sin embargo, que no hubo ninguna NEP política.
Se estableció definitivamente el régimen de partido único y se mantuvieron las prerrogativas extrajudiciales de la policía política, ahora GPU en vez de Cheka, en un país que había retrocedido muy por detrás de las cotas de seguridad jurídica e independencia de los tribunales respecto de la época zarista.
Este endurecimiento de la dictadura, con episodios espeluznantes como el proceso de los socialistas-revolucionarios, respondió al hecho de que los bolcheviques sabían bien que, desde antes de 1921, el 99% de los trabajadores industriales carecían de preferencias políticas y el 1% restante se lo repartían los mencheviques y socialistas-revolucionarios y los antisemitas. Eso sí, del 7% de empleados por cada cien obreros industriales en 1913, se había pasado al 15% en 1921.
Había llegado la nomenklatura.
Para Pipes, el dilema fundamental de la NEP no estuvo en las demandas de democracia interna en el partido y en los soviets, planteadas por la oposición obrera en 1921, ni en las zozobras de un Lenin apoplético acerca de su sucesión entre Stalin y Trotsky.
La cuestión fue si, ante la catástrofe sin paliativos del comunismo de guerra (y de «la revolución comunista mundial»), se hacía también una NEP política; esto es, si se compartía el poder o, incluso, se abandonaba, o, por el contrario, se mantenía la dictadura del partido comunista y de la policía política, en cuyo caso había que aplicar la dictadura también al propio partido, para que éste no transmitiera la desafección de la sociedad. Que se sepa, ningún bolchevique planteó irse a casa.
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