Se requerirían los servicios de un experto en psicología de masas, de un siquiatra o del director de un manicomio para realmente entender lo que ha pasado y pasa en Chile. |
La conceptualización actualmente en boga, a la que se presta y suma con gran cobardía y no poca estupidez prácticamente toda la prensa, yerra completamente el blanco. En efecto, el describir lo sucedido como una “explosión social” es una afirmación ridículamente tibia a pesar del uso de la palabra explosión. “Explosión social”, pese a lo fuerte que suena, es expresión que se queda irremediablemente corta porque asume el haber determinadas causas o demandas específicas que la han causado, aceptando lo cual habría también que aceptar la existencia de siquiera un mínimo de racionalidad: en efecto, se estaría furioso porque no se ha obtenido tal o cual bien que se deseaba. En un caso así la reacción violenta puede ser y/o parecer excesiva, pero al menos habría un motivo.
Es de dudarse, sin embargo, que sea simplemente un motivo de esa clase, una demanda insatisfecha, el factor que impulsó a impulsa a muchos de los que han sido partes de los episodios de las últimas dos semanas a desatar tal magnitud de furias destructivas. Son de una intensidad que sobrepasa de lejos el simple “patear al perro” suscitado por un enojo corriente derivado de una frustración en particular. Aun en los que sí tienen un motivo no parece que eso baste para explicar tal grado de vandalismo y destrucción vesánica, de un frenesí que recuerda, como lo hizo notar un observador peruano, la rabia demencial y destructiva de los zombies del cine de horror. Cualquiera sean las frustraciones y rencores de un profesor de matemáticas, quien fue detenido y será procesado por su participación en los desmanes, es poco creíble que sólo por sus “demandas insatisfechas” se haya trepado como un simio a una instalación del metro para destruirla salvajemente. Hay algo más en eso, mucho más que una “protesta ciudadana”; hay un delirio demencial, satánico, un deleite enloquecedor en el acto de destrucción como tal, en sí y para sí mismo
¿Cuál es la fuente de ese inmenso caudal de rabia que lleva a sumarse al batifondo nihilista a niñitos bien, a nenes que lo tienen todo y, por lo mismo, ningún motivo para hacerlo? ¿Se trata de una convicción doctrinaria, la creencia de que el mundo es injusto al punto de ser posible y hasta muy legítimo un sentimiento de “santa indignación”? Difícil imaginar, sin embargo, que una generación como los millenials carente de toda disciplina intelectual, cuasi analfabeta y mucho más dada al carrete que al estudio haya llegado a “convicciones” ideológicas. Mucho más probable es que hayan recibido sucesivos lavados de cerebro, primero en los colegios y luego en las universidades, pero por otra parte debe tomarse en cuenta que la pobreza conceptual de dichos lavados no da para otra cosa que cierta disposición a usar una polera con la imagen del Che y cantinflear sobre el socialismo, del cual, dicho sea de paso, nada saben porque nunca lo experimentaron ni tampoco estudiaron. O podría ser que simplemente vean en las “protestas ciudadanas” ocasión para hacer lo que se les venga en gana en medio de casi una absoluta impunidad e incluso, como “bonus track”, con el agradable sentimiento de estar dando muestras de solidaridad con los desposeídos, de idealismo y fraternidad, esto es, haciéndose entonces parte del mejor panorama del año, el carrete perfecto que les permite el plus de sentirse protagonistas, importantes, relevantes, actores sociales, agentes de cambio, machos recios y mujeres de pelo en pecho. Más probable es, sin embargo, que tanto en ellos como en otros, sean estos últimos adultos, pobladores, lumpen, activistas o perdedores de todas las categorías, haya algo mucho más profundo gatillado por el escenario creado por la acción inicial de activistas entrenados. Estos crearon una maravillosa ocasión para dar rienda suelta a una pasión que va mucho más lejos y más al fondo que la reacción de simple enojo ante demandas incumplidas, frustradas; en breve, fue la ocasión ideal para dar salida irrestricta a ese deleite frenético por destruir que en toda época y lugar acecha en las sombras, en lo más profundo y en lo más bajo y primitivo del alma, en la zona más bestial de su cerebro, en el sótano donde se acumulan las frustraciones inherentes a la condición humana, donde se cuecen a fuego lento todas las rabias reprimidas y los complejos mantenidos ocultos a la espera de una oportunidad.
¡Ah, si no se es Miguel Ángel al menos podemos, sin se ofrece la oportunidad, darle un martillazo a una escultura de Miguel Ángel! Y si se es un mediocre, al menos se puede arrojar por la ventana el busto de Andrés Bello y quemar la biblioteca. O siéndose insignificante, pequeño, puede en compensación quemarse algo grande, valioso. Tal vez se necesita que de vez en cuando las masas se administren una lavativa de esa clase para evacuar tanto furor que han acumulado pues habitan en medio de ese producto y llega el momento cuando ya no lo toleran y deben verterlo, “manifestarlo”, darle salida. Y por eso, aunque NO para eliminar las presuntas injusticias sino para darle rienda suelta a su rabia, para librarse de ese odio en sordina, para aliviarse por un rato, necesitan la Gran Purga.
¿Qué otra cosa sino eso es lo que muchos experimentan y disfrutan bajo el piadoso manto de las “demandas sociales” y “protesta de la ciudadanía”? ¿Que los mueve sino el deseo de sacarse esa rabia odiando y destruyendo? Por ahora destruyen cosas, mañana podrían ser personas. Ya nos advierten, con el furor insano de sus rayados, que viene la “guerra social”. Hay que tomarlos en serio….