martes, 22 de diciembre de 2015

Gran diccionario del discurso políticamente correcto


Hoy, en tiempos posmodernos, cuando la voz de la calle se alza para reclamar políticas más inclusivas y los movimientos sociales luchan por la transparencia y terminar con las malas prácticas, es más necesario que nunca despejar el significado de la terminología que marca nuestra agenda.
 La ciudadanía pide a gritos transformaciones. Afortunadamente entraron en escena esas caras nuevas, carismáticas y empoderadas, para debatir asuntos tan trascendentales como la deuda histórica y la gratuidad Ratuidad. Por eso, y con gran satisfacción, Fernando Villegas pone en manos del público este diccionario donde el lector encontrará definiciones claras y precisas para los vocablos y expresiones de los más importantes lugares comunes en boga, los signos más relevantes del casi inagotable manantial de clichés, las frases más dichas y más oídas, y los idiotismos, tropismos y perogrulladas de mayor uso provenientes del rosario de doctrinas obsoletas, lisiadas o parapléjicas que han resucitado y hoy dominan la formación de los discursos públicos y privados.
 En síntesis: el corazón del material semántico del discurso políticamente correcto.


Chile es un país con una clase política que hace rato ha devenido de más a menos.
A veces un partido político rasca llega a un acuerdo con otra colectividad piñufla y el presidente de una de las colectividades involucradas dirá ante las cámaras y con tono solemne:

– “Este ha sido un acuerdo histórico”.

¡Y eso que el acuerdo era para dirimir el candidato a concejal por Codegua!
Traigo esto a colación luego de leer el libro “Gran Diccionario del discurso políticamente correcto”, de Fernando Villegas (Editorial Planeta, 190 páginas)
El autor fustiga a los mediocres, apostrofa a los simplistas y zahiere a los políticos con más palabras que ideas. Y como el iconoclasta que es, Villegas arremete con todo y contra todo. No se salva nadie y saca sus propias conclusiones, una mixtura extraña de verdades exageradas, juicios lúcidos y epítetos tajantes.
El guirigay político suele poner en órbita términos que la “voz de la calle” (otro término propio de la clase política) comienza a repetir como si aquel término trajera frescura y renovación a un batallón político añejo y con menos renovación que la presidencia de Bolivia.
Cuando un partido dice que está pensando en el futuro, se declara “progresista”.
Con esto quiere decir que los otros se han quedado anclados en el pasado y no tienen nada más que ofrecer.
El progresismo (palabra que la izquierda ha monopolizado) se refiere a la vanguardia, a ir dos pasos más allá del pensamiento cortoplacista y miope de un estamento político cada vez más preocupado de las elecciones que del futuro del país.
Otra frase identitaria de la clase política es aquella que reza: “El país puede estar tranquilo”. Suele propalarse ante un cambio de gabinete, ante la salida de un ministro con más prontuario que currículo, o por la salida intempestiva de un Embajador que ha metido las patas…o un intendente que ha metido las manos.
Con autoridades así, yo creo que “el país no puede estar tranquilo”.

Creo que los políticos están abusando de la prosa profiláctica y a ratos se convierten en saltimbanquis de la dialéctica y orfebres de la gramática.

Quiero compartir con ustedes un párrafo de este libraco de Villegas donde destina tiempo para una acepción muy en boga:

-“CONDICIONES OBJETIVAS.- (…) este término es propio del entusiasmo revolucionario con tufo marxista, época de fanfarrona vanagloria para un estudiantado poco dado a los verdaderos esfuerzos académicos pero como tirado con honda para el cantinfleo”.
En  “Gran diccionario del discurso…”, Villegas pone en manos del público lector este léxico con definiciones claras y precisas, esas que generalmente los políticos no tienen claras y distan en muchos de ser precisas.
Por cierto están las frases cliché (“que paguen los poderosos”); las frases dichas y más oídas (“esto puede derivar en una movilización social”) y los lapsus de Perogrullo (“este gobierno no quiere ser más de lo mismo”)
He llegado a pensar que si un político estuviese a cargo de una entrevista en una empresa, emborracharía la perdiz de tal modo, que nadie se sentiría ofendido por su modesta profesión o trabajo.

Veamos algunos ejemplos:

Al modesto portero lo llamarían Coordinador Oficial de Movimientos Internos.
Y el vigilante de una fábrica sería elevado a la categoría de coordinador oficial de movimiento nocturno.


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